El Horno – Por Felipe Andrés
Herrera
Participante del taller “Escribir:
el poder que llevamos dentro”.
Blas María, un hombre alto, acuerpado, de piel curtida por largas jornadas de trabajar la tierra, usa sombrero de fieltro, ruana y alpargatas. Con los años se acostumbró a subir la larga escalera con los guangos de leña a la espalda. Arriba, en el corredor de madera, ya se nota el ajetreo de la servidumbre. Ellas llevan harina, huevos, manteca, agua, calderos, hierbas y condimentos hasta el cuarto que llaman amasador. La Señora de la casa, cabello blanco, ojos negros, de mirada alegre, piel clara, su boca dibuja una sonrisa que deja ver una dentadura perfecta. Camina altiva con su vestido negro y delantal blanco reluciente. Saluda a Blas María y le dice que el horno está esperando para que lo caliente. La Señora sigue su marcha y va dando instrucciones. Luego, se aleja por el corredor.
Pausadamente
Blas María camina hasta el final del pasadizo y abre una vieja puerta que está
a la izquierda. Entra. El piso, a diferencia del corredor, es de ladrillo. Las
paredes que en algún momento fueron blancas, ahora están cubiertas por el hollín
de la ceniza y el humo. El techo tiene un tumbado de barro hasta la mitad de la
habitación. Arriba de la puerta, hay una ventana triangular. No hace falta
iluminar el recinto durante el día por toda la luz que entra por ahí. A la
derecha hay una gran mesa pegada a la pared, y al lado una estantería empotrada,
donde se colocan las latas con los manjares que luego serán horneados. Desde
ahí, Blas María, mira una tulpa grande de barro con tres bocas que evidencian
su uso desde hace muchos años. Aún hay brasas en la hornilla que sin afán
observa Blas. Justo frente a él, está el horno.
El
horno es un cubo pegado a las paredes, con casi dos metros de cada lado y unos
dos metros y medio de alto. Tiene su entrada que en la base está adornada con
una piedra tallada, plana y gruesa. Encima se puede ver el regulador de tiro de
la chimenea. Al lado izquierdo tiene una ventanilla pequeña, con un hueco en la
base que sirve para recoger la ceniza. A diferencia del resto de la habitación las
paredes del horno son blancas, con excepción de su entrada y el registro de la
chimenea. El interior tiene un diámetro de un poco más de metro y medio y su
altura es de un metro. Calentarlo para que esté listo, le tomará varias horas.
Blas
María acomoda la leña junto a la tulpa, revisa el hogar del horno, la puerta,
el registro y la chimenea. Junto a la puerta del horno, pone la escoba de
ramas, el atizador de hierro y la pala que sirve para meter y sacar las latas. Escoge
las astillas más secas y las coloca cuidadosamente en capas. Unas encimas de
las otras. Para finalizar una pequeña cantidad de leña y la enciende. Cuida que
el fuego las convierta en brasas. Dispone otra vez, con gran experticia, una
segunda tanda de leña sobre las brasas ya encendidas. Deja que todo se queme
despacio controlando el fuego con el registro de la chimenea. Abre la puerta
del horno cada cierto tiempo para verificar cómo arde la leña. Recuerda lo que
le dijo su padre cuando le enseño el oficio - Caliéntalo despacio, es como
mejor horneará-.
Ver
arder las brasas lo apasiona, le gustaría ser parte de ellas. Una vez la cúpula
del horno está colorada y desaparecen las sombras, esparce las brasas en el
suelo del horno para unificar el calor. Cierra el registro de la chimenea y la
puerta del horno. Luego de un buen rato, barre las brasas sin apagarlas con la
escoba de ramas, las ubica junto a la ventanilla lateral. Vuelve a cerrar la
puerta.
Blas
María toma un pedazo de papel. Abre la puerta del horno y lo lanza dentro del
hogar. El papel se quema inmediatamente. El horno está muy caliente, lo cierra
y espera. Abre de nuevo e introduce otro papel, esta vez se dora sin quemarse.
El horno está listo.
Desde
un sillón junto a la puerta, la Señora instruye en qué orden se deben hornear
los manjares. Primero las latas con los bizcochos calados, luego las carnes
preparadas. A continuación, los panes de yuca y otras pastas de sal. Luego el pan
francés, seguido del pan aliñado. Después los molletes y así en proporción las
galletas. Finalmente, cuando el horno esta tibio, los merengues. De cada manjar
se hornean varias tandas. Blas María sabe cuándo hay que atizar las brasas para
mantener caliente el horno y cuando meter y sacar cada lata. Mientras las
delicias se hornean hay tiempo para un café, cenar y descansar un poco. Saca
las primeras y mete otra tanda de latas al horno. Desayuna, saca otra tanda y acomoda
las brasas para mantener la temperatura del horno. Va por otras. Un café, dormir
un poco, otro café. Saca las ultimas latas de merengues horneados. Limpia y
deja abierto el horno para que se termine de enfriar lentamente.
Durante
el tiempo que Blas María cuida del horno, en el corredor, entre el cuarto del
horno y el amasador, tres mujeres prepararon sendas ollas de champús. Han pasado
tres días desde el momento en que Blas encendió el horno. El cansancio se le
nota. Mientras desayuna, en la mesa del comedor, observa cómo todo está
preparado. Con la paciencia y habilidad de quienes vienen haciendo esto hace
muchos años, más de una veintena de bandejas están cuidadosamente arregladas
con bizcochos, carnes, merengues, pasteles, empanadas, dulces y jarras con
champús. Listos para ser entregadas como es costumbre cada año, como presentes
de navidad y fin de año, estos manjares son la mejor muestra de cariño y aprecio
que la Señora les envía a sus familiares y amigos. Pocas veces compra regalos.
Blas
María se siente feliz de haber cuidado del horno. Al despedirse, la Señora le
agradece su colaboración, le paga y le entrega una canasta con algunos de los
manjares que ayudó a hornear. Él agradece con humildad. Baja la larga escalera
hasta el patio donde su mula estuvo amarrada desde que llegó. Acomoda la
enjalma, voltea, levanta la mano en señal de despedida y sale caminando a seguir
con su rutina en la vereda.
Tiempo
después, una mañana muy fría, Blas María se puso la ruana, tomó la jarra con
agua que estaba hirviendo sobre la pequeña tulpa, coló un poco de café, se
sirvió en una taza y lo acompañó con una allulla. Su esposa había muerto hacía
ya varios años y sus dos hijos ya habían hecho su vida lejos. Estaba acostumbrado
a la soledad que lo rodeaba. Terminó su café, cogió su azadón y salió al pórtico.
Cerró la puerta y se dirigió a su parcela a desyerbar y cuidar su cultivo de
papa. Al medio día, regresó a calentar su almuerzo. Al ver las brasas en la pequeña
tulpa y sentir aquel calor, cerró los ojos y se vio encendiendo el horno y sintió
el ardor de las brasas. Su rostro reflejaba una inmensa alegría. Un vecino lo trajo
de nuevo a la realidad, le traía una triste noticia. Se quedó mirando,
perplejo, a lo lejos.
Un
par de meses atrás, a la Señora de la casa el médico le había dictaminado un cáncer
gástrico muy avanzado. No había mucho que hacer. Ella, como toda su familia,
era muy creyente, dejó su salud en manos de Dios, arregló su testamento, y
esperó, dedicada a la oración, su muerte.
Blas
María, abre el mueble junto a la cama y saca el traje negro que ha usado desde
el día que se casó. El mismo con que bautizó y acompañó la primera comunión de
sus hijos y que lució el día del funeral de su esposa. Con paciencia lo limpia
y busca una camisa que pueda usar. Se arregla la única corbata que posee. Se
dirige a la iglesia donde se realiza la ceremonia fúnebre. Hay mucha gente,
incluso afuera. Desde la puerta observa el féretro delante del altar, está
rodeado de arreglos florales. La Señora era muy querida en la comunidad. Al
terminar la ceremonia acompaña a pie la larga caravana que se dirige hacia el
cementerio. Observa el entierro y espera que la multitud se retire para
acercarse. Da el pésame y ofrece sus servicios a los herederos. Recibe una respuesta
escueta - ya no lo necesitamos, vamos a modernizar la casa -. La Señora era la última
persona que gustaba de la tradición. Los tiempos cambiaron. Blas María los mira
cómo se alejan entre los mausoleos.
Saca
de un bolsillo un paquete arrugado de cigarrillos y unos fósforos. Toma uno, lo
pone en su boca, raspa un fósforo en una lápida junto a él, lo acerca al
cigarrillo y toma una larga bocanada, la expulsa lentamente como cuando la leña
en el horno ha empezado a arder. Echa humo y empieza a calentarse. No volverá a
ver el horno. No lo volverá a calentar, no hay otros hornos. La tradición ha
muerto con la Señora. Siente que su oficio ya no tiene sentido. Camina mientras
ve consumirse el cigarrillo entre sus dedos. Cuando la ceniza cae al suelo toma
una decisión.
Entra
a su casa, ve la pequeña tulpa con las brasas casi apagadas. Empieza metódica y
cuidadosamente a acomodar astillas para avivar el fuego. Dispone sus cosas alrededor
como hacía con la leña al iniciar el calentamiento del horno. Ve como el fuego
comienza a tomar forma. Sale al pórtico, cierra la puerta y espera. Pronto las
llamas empiezan a sobresalir del techo. Abre la puerta y al ver las brasas sabe
que es ahí donde debe estar. Recuerda el papel que se quema al ponerlo en el
horno cuando está muy caliente, quiere ser ese papel. Entra y cierra la puerta.
Ahora vive en el horno.
3 comentarios:
Hermoso cuento, sensible y conmovedor es una historia que nos lleva al calor de hogar. Felicitaciones
Hermoso cuento una historia conmovedora, que nos lleva a esos momentos maravillosos de calor de hogar, felicitaciones ⭐
Excelente historia que nos transporta a un cálido hogar. FELICITACIONES Felipe!
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