miércoles, 30 de diciembre de 2020

Bajo el agua


Por: Gustavo Montenegro Cardona - La Otra Senda 3.0

 Este ha sido el año de las nostalgias, el de los intentos por aprender a ser en medio del caos, del conflicto máximo. En medio de este ambiente bañado de imposibles las añoranzas se convierten en inevitable plato del menú del día. La extrema digitalización de la vida lo ha trastocado todo. Estas condiciones no pedidas nos condujeron a ser testigos de una era señalada por la distancia en tiempos de querer estar juntos. Juntos como andábamos cuando éramos niños. Juntos como nos gustaba estar con los chicos del barrio. Juntos para rezar las novenas de casa en casa, para ir de serenata en serenata, para pasear por las calles del lugar.

Juntos para pasar la mañana, ir cada quien a su casa a almorzar y regresar lo más pronto posible a seguir jugando - en la calle destapada - a los huevos del gato, a pelear por las canicas, patear el balón, corretearnos o simplemente sentarnos en un andén a mirarnos sin decir muchas cosas. Juntos al finalizar la tarde del 27 de diciembre de todos esos años que duramos siendo pequeños, inquietos y juguetones a reunir bombas, llenarlas de agua y conservarlas en baldes o en la poceta de lavar la ropa llena de agua hasta el borde. “Aguas que lloviendo vienen, aguas que lloviendo van”.

Esta no es una confesión de culpas propias, ni ajenas, era lo que había, era lo que habíamos aprendido a hacer. Nadie nos dijo nada, ni se encendió alarma alguna, ni nos recriminaron por nuestros actos que eran herencia de eso que hoy conocemos como la cultura de nuestro sur; la ecología era una materia innovadora en el obligado currículo escolar, la naturaleza era ese lugar que siendo Scouts adorábamos visitar cada fin de semana. En esa época los ríos iban a permanecer para siempre, creíamos que el mar era el lugar más limpio del mundo y respirábamos un aire renovado cada nuevo amanecer. Los volcanes que nos protegían como guardias vigilantes de la tierra tenían sus cumbres siempre blancas y los cuentos apocalípticos sobre la devastación del planeta eran temas para películas de ciencia ficción. El cuidado del medio ambiente, los líos de la contaminación o el desperdicio del agua no tenía que ver nada con nosotros. “Cuando el río suena”.

Con el tiempo aprendimos a hacer de ese 27 nuestro propio ritual. Mientras unos se encargaban de preparar las bombas cargadas de agua, otros aprendíamos a preparar el papel encolado para elaborar la máscara del año viejo que sería nuestra distracción antes de terminar el año. En la terraza de la casa vecina escuchábamos todos los sonidos nuevos del Rock en Español y esa banda sonora nos hacía felices las noches frías.  

En casa, para completar los preparativos alistábamos bolsas plásticas y papel periódico, creímos en la teoría de que para combatir el frío provocado por el agua helada la fórmula de forrarnos en plástico y papel servía para aplacar la sensación de morir congelados.

Desde temprano, ya el 28, las amas de casa más atrevidas preparaban su venganza. Los hombres despistados creían merecer los manjares que les servían a la media mañana: buñuelos rellenos de algodón como una fábrica de aceite y café con sal que se escupía a los pocos segundos de tocar el paladar. Las carcajadas se escuchaban en cascada desde la cocina, luego en el comedor, pasaban por el patio y llegaban a cada cuarto. ¡Cayó! Decíamos en coro mientras nos alistábamos para salir a la calle. “En la calle, algo bueno va a pasar. Ven sal a la calle. Sal a caminar”.

Nos llenábamos con agua de panela o café bien caliente (sin sal por supuesto). Algo de almuerzo rápido y juntos salíamos a buscar el peligro. No tardábamos en dar los primeros pasos y desde los platones de las camionetas que circulaban a paso lento sentíamos el golpe de las bombas que nos lanzaban sin piedad, casi con furia. Desde los balcones y las terrazas caía agua y más agua. ¡El diluvio iniciaba! “Ojalá que llueva café en el campo”.

La reserva de bombas nos servía para atrincherarnos y contraatacar. De esquina a esquina éramos testigos de las auténticas batallas de agua entre bandos de barrios que habían jurado una enemistad eterna, o incluso, entre grupos de familias que aprovechaban la ocasión para lavar sus trapitos al sol.

Calle encharcada, cuerpos lavados de pies a cabeza. ¡Asfixiados por el papel y el plástico! Juntos, como la banda que se unió y se disolvió por el propio destino de la amistad infantil y juvenil, íbamos rumbo al parqueadero del LEY, un supermercado tradicional que con el tiempo fue cambiado de nombre, madurando en su misión de proveer las necesidades reales y las inventadas a las familias ipialeñas.

Ya en la gigante plaza, la música salía de una sumatoria de bafles y parlantes por donde se expulsaban todos los ritmos bailables posibles: merengues, salsita que ya era vieja para nosotros y recuerdo para nuestros mayores; sonaban san juanitos, música ecuatoriana, se intercalaban las nacientes bandas de un rock local hecho con las uñas con las orquestas de todo tipo que cargaban con la inmensa responsabilidad de abrigar el cuerpo y calmar las almas que desde ese día querían dejarse endiablar. Todo Lisandro Mesa, que viva Rodolfo y los Hispanos, zapatea, zapatea; otro año más con “La misma gente” y Niche y Willie Colón y Don Medardo y la algarabía con la “Afro Onda”. ¡Aguanilé!

El cuerpo se movía motivado por el tiritar de los huesos a punto de morir. Bailábamos y saltábamos intentando quitarnos el hielo acumulado en la piel. El sol de diciembre picaba más de lo que abrigaba, su luz nos recordaba que era de día porque por dentro sentíamos que la vida era un nocturno témpano de hielo. ¡Piel erizada y morada! Aun así, celebrábamos con júbilo la llegada del carro de los bomberos que a las cuatro de la tarde anunciaba su entrada triunfal a aquel parqueadero repleto de gente empapada. El maquinista encendía todas las luces, ponía a resonar todas las estruendosas alarmas y de cada costado del gigante rojo los voluntarios se encargaban de bañarnos con chorros de agua que parecía traída del mismísimo ártico.

Era ahí cuando se despertaba el espíritu carnavalero que se reprimía durante todo el año, pero que a partir del 28 de diciembre adquiría una vida propia que deseaba convertir todo en fiesta, en juego, en distracción, en algarabía infinita. ¡Agua que no has de beber, déjala correr!

Agua y más agua, agua en baldes, por chorros, en mangueras, en tanques; bombas de agua, agua congelada en bombas que como piedras se convertían en violentas municiones que provocaban una que otra emergencia médica. Calle empapada, gente goteando agua sin piedad. Así se nos iba la tarde. ¡Juntos! juntos saltando, intentando bailar, bañándonos bajo el agua como si llegara la hora del bautizo final. Agua que va, agua que viene, agua que cae, agua que se riega, agua corriendo parqueadero abajo, agua que no se secaba, agua para siempre, agua que terminaría siendo río, agua para cantarle al mar.

Empapados, hechos un trapo ensopado, así volvíamos, juntos, casi todos, a casa. En el camino se quedaban dos o tres, generalmente los enamorados, los que más bebían o los que retaban al frío como en un duelo personal para jugar a la resistencia humana. Nunca se nos cruzó por la mente que años más tarde vendría la prohibición, el señalamiento, la condena por el cruel desperdicio del líquido vital, las restricciones, los decretos, los juegos alternativos. Ni idea de que las tizas que se usaban en los antiguos tableros verdes del colegio servirían, más allá, para pintar sobre al asfalto decenas, cientos de figuras venidas de todas las mentes posibles. Sólo nos importaba jugar y ser felices mientras nos divertíamos a pesar de la crueldad del frío de la mañana y de la tarde y de cada minuto que insistía en demorarse más de lo necesario, como si al tiempo también le causara gracia el día de inocentes y buscara congelarse cada 28 de diciembre que lo dedicamos a andar juntos en las buenas, en las malas, en las más difíciles y hasta en los crueles momentos de soportar el frío por el exceso de agua derramada sobre nuestros flacos cuerpos y nuestras delgadas pieles.

Al final todo tenía sentido cuando cruzábamos la puerta que nos devolvía a casa, no sin antes recibir un par de bombazos finales que caían con todo el peso de la ley sobre las espaldas resignadas a soportarlo todo. Entonces ahí estaba ella, entre indignada y burletera. Ella con su bendición para cada uno. Ella con el agua caliente en la tina para terminar de bañarnos toda la mala energía acumulada. Ella con las toallas limpias y acolchadas. Ella alistándonos la cama, las piyamas y los bucitos de algodón. Ella preguntándonos que por qué nos habíamos demorado tanto, por qué nos habíamos mojado hasta que no nos cupiera una gota más de agua, ella oliendo nuestro aliento para adivinar si habíamos ingerido alguna bebida no debida, ella bromeando sobre nuestro tiritar de huesos, ella y su vocación de servicio sin cuestionamiento.

Nosotros buscando el mejor lugar en la cama de los padres, acostados ahí, frente al televisor, dispuestos a seguir perdiendo el tiempo en la edad en que ese es el mejor de los oficios. Luego ella y sus manos llevando la bandeja con caspiroleta o chocolate o café bien caliente y galletas untadas de mantequilla o pan de sal bañado en margarina para devolvernos el alma perdida. Ella y su cariño rebosante, ella y el abrigo. Por eso valía la pena jugar, por eso valía la pena el frío, la tiritadera, cada chapuzón, cada tormenta de ese carnaval enloquecido y colmado de agua, porque al final de todo ella siempre estaba ahí, dispuesta a cobijarnos y a devolvernos la vida. Así empezaba ese carnaval que ya no será igual.  “Si el hombre es un pueblo, el agua es el mundo”. 

lunes, 14 de septiembre de 2020

Sesenta días después



Por: Gustavo Montenegro Cardona


“Ahora prefiero esta condición,

que él mi hiciera el retrato y no cantarle el son” (Rafael Escalona – Jaime Molina)

 

Estábamos en el último año del bachillerato cuando Carlos Vives produjo la versión de Jaime Molina. No se requirió demasiado tiempo para convertir el renovado canto vallenato como himno entre los amigos.

Recorríamos las calles de Ipiales en el bonito Nissan amarillo cantando a todo volumen esa historia de los dos amigos que se amaron con el alma. En una mezcla de canciones que iban desde “Y todo a pulmón” de Lerner, o “Asia” de Willie Colón, se sumaba el relato de amistad entre Molina, el pintor y Escalona, el cantor.

Ebrios de combinar vinos baratos, aguardientes simples y todo lo que nos podíamos empacar con lo que nos daba el bajo presupuesto de estudiantes rebuscadores, acudíamos en la última instancia de la poca cordura para cantar, sin tapujo, la renovada versión del clásico de la provincia, que tenía hasta su propio video clip tomado de la serie que dirigió Sergio Cabrera y que veíamos en familia, con cierto juicio, los domingos en la noche.

El temita se quedó guardado entre las canciones de nuestros afectos más profundos. Durante una semana entera, antes de que cada quien emprendiera su rumbo, nos dedicamos, con el combo de buenas amigas y amigos, a regalarnos serenatas de despedida. Un par de guitarras, una clave, un par de maracas y el juego desafinado de nuestras voces reunidas provocaban una rara armonía que se sostenía más por las ganas que por el poco talento musical de la mayoría. El repertorio, que iba desde “El camino de la vida”, pasando por un par de boleros y un son sureño, terminaba con “Jaime Molina”. Lloramos, nos hicimos fotos para guardar en el álbum de nuestros recuerdos y de ahí hasta que el destino nos volviera a juntar.

Cinco meses después, en diciembre de ese 1991 que nos despedía con nueva constitución y con la esperanza de un país que quería renovarse en paz, participación, diversidad, pluralidad y confianza, volví a mi Ipiales querido, retorné a casa, me reencontré con el cuidado amoroso de mi madre recibiéndome con sopa de arroz, plátanos, carne molida y huevo frito para la hora de un almuerzo inolvidable. Cuando terminó su consulta médica, entré al consultorio a saludar a papá. - ¡Hombre, mi loco! - dijo mirándome con emoción, con una sonrisa extensa y con los brazos abiertos esperando que lo fuera a abrazar.

Le pedí la bendición. Le manifesté mi alegría. Me pidió que me sentara. Luego me dijo que cerrara la puerta con seguro. Conversamos. Lo puse al tanto de ese primer semestre. Fuimos felices al saber que mi Decano de Facultad, el icónico Joaco Sánchez, también fue coordinador de Lenguas Modernas cuando papá estudio inglés en la Javeriana. Le entregué mi reporte de notas y un detallado informe de los días grises en Bogotá, de las noches de soledad y sobre el miedo que producía esa ciudad hecha para probar el carácter del ser humano; también le conté de las buenas ocasiones, de los aprendizajes y mis incertidumbres. 

Mientras hablábamos abrió el cajón más grande de su escritorio metálico. Tenía una media de aguardiente antioqueño. Me ofreció un trago. Antes de llevar la copa a los labios me pidió una pausa. De una torre de discos que tenía junto a la grabadora, como si guardara un secreto, tomó una caja, sacó con mañita el CD y puso a sonar a buen volumen la pista número ocho. “A dos amigos que se amaron con el alma. ¡Ay hombe!”.

Luego de unos segundos bajó el volumen. Tomó aire. Observó la copa. Volvió sus ojos a mí, lanzó un suspiro y como en un acto de confesión me explicó que, en varias tardes, en algunos momentos antes de ir a dormir o en la pausa entre un paciente y otro le gustaba poner esa canción, ese relato, esa música.

– Siempre la pongo cuando me acuerdo de vos. ¿Qué será de mi loco? Me pregunto. Ya el colegio no es lo mismo sin ustedes. Tu hermano y vos me hacen mucha falta. Pero a lo duro se le hace duro. Ustedes para adelante y ya. ¡Salud pues! -.

Copas a la boca. El trago en su camino. La tráquea quemando, el nudo atragantado, el estómago encendido, el corazón atiborrado. Manos temblando, un poco de angustia, escalofrío. Subió el volumen y terminamos de escuchar la canción sin pronunciar palabra, los dedos llevando el ritmo; tarareamos un murmullo, luego el silencio.  

Así fue como “Jaime Molina” se convirtió en nuestro himno, en la canción común, en el mensaje no dicho, en las palabras ahogadas. Ese era el tamaño de nuestra complicidad, así fue como trazamos nuestros encuentros y como firmamos silenciosos pactos de amistad, de cariño, de fidelidad entre padre e hijo.

Después de eso me costó mucho cantar aquel legendario vallenato con el mismo ímpetu de las primeras veces, porque no sólo me recordaba a mis amigos, sino que me evocaba la imagen solitaria de mi padre encomendado a su vocación médica y a su incesante oficio de educador, luchando en sus mejores horas para ofrecernos el mejor futuro a mí y a mis hermanos.

Sesenta días después de su trascendencia al mágico cosmos del infinito amor, hoy canto ese himno que nos juntó para siempre. Sesenta días después, quiero que mi plegaria sea una canción en su memoria. Sesenta días después, que un paseo vallenato nos lleve a danzar entre las nubes de su cielo y entre los caminos de mis pies que siguen su andar, su memoria magnífica. Sesenta días después seguimos cantando juntos. ¡Salud papá! Ya son sesenta días. 

miércoles, 9 de septiembre de 2020

En el cielo no hay mongólicos

 

EN EL CIELO NO HAY MONGÓLICOS

 


Por: Patricia Bejarano Herrera - Comunicadora social y periodista de la Universidad Javeriana.

Máster en Gestión de Empresas de Comunicación de la Universidad de Navarra.

Cursante de El Lugar de Las Palabras


Carta 1. 1 de agosto de 2020  

Asunto: Mi mongólico favorito


Hola Juancho. Siempre he considerado que ahora estás mejor que antes. Estos días he pensado mucho en ti. Siempre te había recordado, pero ahora eres una idea constante en mi cabeza. Lloro cuando pienso en ti. Es un llanto nostálgico porque quisiera devolver el tiempo y tenerte de nuevo en mis brazos y consentirte.

Algunas veces lloro de irritación y despecho por no haberte cuidado más cuando estabas en el hospital. Debí tragarme la “jartera” que sentía al saber que en el hospital siempre mi papá estaba contigo para cuidarte y se alardeaba diciendo que al único que le hacías caso era a él, pero fresco, después hablamos de nuestro “león”. Ya te explicaré porque lo llamo así. Han ocurrido muchas cosas que quiero que me confirmes si las sabes o no. De esta manera, compartimos nuestras perspectivas. Tu desde el cielo y yo desde aquí.

(Respiro)

Como te venía diciendo: te pienso y me imagino que estás convertido en un apuesto ángel; sí, como esos que pintaba Miguel Ángel: fuerte, musculoso y atlético. Me imagino esto, porque si con tus características especiales de mongólico eras el niño más hermoso del mundo, en el cielo las cosas deben ser mejores ¿no?

¿Sabes? Mi mamá me dijo un día que sería rico poderte ver con tu nueva presencia. -En el cielo no hay mongólicos - eso me dijo un día y, como tú sabes, yo le creo todo a ella. Pero, la verdad sería muy divertido que todavía fueras mongólico y que te pusieras de ruana el cielo, como te pusiste de ruana esta tierra. Me imagino a los otros ángeles, serafines y querubines tratando de controlarte. Me da risa. Eras tan ocurrente. Hacías cosas que a nadie se le hubiera ocurrido hacer en la vida.

Mi mamá también habla sobre ti y recapitula sueños y anécdotas que nos pasaban contigo. Y cuando ve una fotografía tuya dice ¡Ay, mi Juancho! Mi papá también te recuerda con mucho amor; en cambio Daniela, mi hija ¿la recuerdas?, ella nunca te quiso. Le hiciste tantas maldades que nunca te logró perdonar. Hasta creo que se alegró de que te hubieras muerto. No la culpo, fue una niña y ahora es una adolescente consentida y malcriada.

¡En fin! Te sigo contando como te pienso. También te imagino como un ángel, pero no tan provocativo, sino como un angelito tierno como los de Rafael, esos gorditos; como fuiste tú en alguna época. ¿Recuerdas que te decía “mi gordo”?

Esa clase de apelativos no los uso frecuentemente, pero contigo sí porque desde que te vi por primera vez en esa “gigante abuelita azul” me enamoré de ti y todos mis besos, abrazos y expresiones de cariño fueron exclusivamente tuyos.

Te amé desde el primer momento y eso que yo quería una hermanita. Gracias a Dios fuiste hombre ¡y que hombre! En realidad, me llevo mejor con los hombres que con las mujeres; con decirte que ni con nuestra hermana tengo relación. Sé que vive en Cartagena con su familia, que está bien. Adoro a Santiago, su hijo. El que nació nueve meses después de tu muerte.

Recuerdo que con mi mamá guardábamos la esperanza de que el hijo de Marlene le saliera mongólico; era simplemente una idea, un deseo, una aspiración, para poderte tener otra vez entre nosotros y que también se llamara Juan Carlos ¿Te imaginas? Hubiera sido bueno repetir, con más experiencia, lo que vivimos contigo.

¡Noooo! No era por desearle mal a mi hermana, era todo lo contrario. Estábamos tan tristes por tu partida que necesitábamos que volvieras.  Además, todas las condiciones se daban. Marlene de 42 años, débil, hija de primos hermanos, genéticamente vulnerable, era fácil, pero finalmente no fue así. Santiago Villa Bejarano nació normal. Grosero, necio, voluntarioso y además costeño. Pero lo amo desde la distancia porque casi no lo he visto. Tiene siete años y si lo he visto ocho veces es mucho. Él en Cartagena y yo en Bogotá.

Tengo tantas cosas que decirte y quiero, a través de estas cartas entender nuestra historia; no solo la tuya y la mía; sino la de nuestros padres, la de nuestra hermana y la de las personas cercanas que tuvimos, para comprender la máquina de emociones que habita en mí, que muchas veces me lleva a los socavones más tenebrosos de mi existencia. Hoy, más que nunca. Juancho, te debo contar algo terrible.

He pensado muchas veces en irte a buscar, ya sabes, tomarme unas pastillitas para que mi alma se separe de mi cuerpo y llegar donde están los muertos. Aunque yo sé, o esa es la creencia, que si me mato me voy para el infierno y allá no te voy a encontrar obviamente, porque tú fuiste un ángel siempre y te fuiste como un soplo al paraíso, derechito, sin necesidad de pasar por el infierno ni por el purgatorio. Naciste ángel y te fuiste ángel.

Así que por ahora no me voy a tomar ningunas pastillitas, ni me voy a botar por ningún balcón. No al menos mientras entienda mi pasado y mi presente.

Por ahora te cuento que no estoy muy bien de ánimo. Las depresiones vienen y van. Pero, en este mismo instante no me siento tan bien y estoy muy susceptible. Todo es una tragedia. Una tragedia diferente a como fueron tus últimos días en esta tierra. Tu dolor era físico, tu cuerpo lo demostraba; el mío es del alma. Estoy rota por dentro, pero escribir esto y tener la confianza de que me escuchas me motiva.

La pregunta que me surge en este momento es: ¿el sufrimiento físico supera al del alma? Tus últimos meses en esta tierra fueron terribles. Tu no lo decías, por obvias razones, pero tu mirada lo expresaba todo. Tu dolor también debió doblegar tu espíritu, pero nunca tuve la certeza ya que tu incapacidad de hablar daba paso a muchas conjeturas.

Recuerdo un día que llegué a visitarte al Hospital Militar y cuando entré a tu habitación estabas totalmente entubado por boca, nariz y estómago. Además, tenías tus manitas atadas con unas sábanas a la cama, porque era obvio que con un poco de libertad te ibas a arrancar los implementos médicos sin importar las consecuencias. Lo recuerdo y vuelvo a llorar.

Por favor mi Juancho respóndeme esta carta lo más pronto posible. Dime lo que quieras, pero hazme saber que estás conmigo.

Te amo,

Tu hermana preferida


Carta 2. 2 de agosto de 2020 

Asunto: Los únicos que no lloran son los bobos

Hola hermana:

Claro que estoy contigo. Tus pensamientos te lo confirman ¿Qué me quieres contar?, ¿por qué estás tan triste? Dímelo ya.

Espero encontrar esa respuesta en tu próxima carta. Prométeme que es lo primero que me vas a escribir.

Por ahora te cuento que lo que dijo mi mamá es verdad. En el cielo no hay mongólicos. No puedo ver nada de lo que pasa en la tierra. Aquí todos somos iguales y hacemos lo mismo. No existen los días ni las noches.

Paty, me parece una buena idea este cruce de cartas ¿Por qué no se te había ocurrido antes? Pero, de una vez te digo que no eres mi hermana preferida. Con esto no busco empeorar tu estado de ánimo. Las amo a las dos. Ustedes, aunque diferentes en personalidad y pensamiento, me adoraron sin reparos, conociendo y no conociendo la verdad de mi condición. Las dos me cuidaron, me consintieron y por eso no tengo hermanas preferidas. Las dos lo son.

Hasta recuerdo el día en que una monja de tu colegio, cuando estabas en segundo de primaria, al ver que no aprendías rápido y no dabas pie con bola en los exámenes te dijo: -Patricia usted es igual de retardada mental que su hermano-, y tú, orgullosa de ser como yo. Mi mamá fue la que se encrispó y fue a donde la directora a hacer el reclamo. A esa monja le fue mal, la trasladaron a otro convento por haberte dicho eso. 

Sí, te confieso que los últimos años de mi vida fueron pesados, dolorosos y aburridos. Pero no quiero iniciar esta conversación con las experiencias de esos días. Más bien te voy a contar como fue mi nacimiento y porque llegué al mundo de ustedes de esta manera.

Ahora, desde donde estoy, puedo -como en una película de ciencia ficción- comunicarme a través de los pensamientos. Como lo estamos haciendo ahora. ¿Empezamos?

Recuerdo el día que llegué a la casa de Villa Luz. Estaba haciendo frío. El reloj marcaba alrededor de las dos de la tarde. Mi abuelita Beatriz, Marlene y tú abrieron la puerta de aquella casa con una felicidad desbordante para recibirme. Mis papás llegaron un poco cansados, tristes y preocupados. Ya habían recibido la noticia de que yo no era normal.

Durante el parto, mi mamá sintió que algo sucedería. Conoces bien su capacidad de anticipar los resultados de la mayoría de las situaciones. Su inteligencia emocional y sabiduría lo hacen posible. Es parte de su personalidad tranquila y equilibrada. Ya hubieras querido tu heredar algo de esto ¿cierto? Siempre te lo escuché decir. Decías a modo de chiste: - mi mamá es como una bruja, todo lo que ella dice la mayoría de veces se cumple -. Por eso confías tanto en ella y eres tan dependiente.

En esa ocasión mi mamá lo intuyó en el mismo momento de mi nacimiento porque ya había tenido la experiencia, con ustedes dos, de que los bebés lloran al nacer incontrolablemente para demostrar que sus pulmones están sanos.  En cambio, yo no lloré, no tuve necesidad de demostrar que mis pulmones estaban sanos, porque en realidad no venía bien nada bien. En ese momento mi mamá recordó las palabras del doctor que recibió a Marlene cuando le dijo -la niña está bien, su llanto lo dice todo porque los únicos que no lloran al nacer son los bobos-.

En ese instante mi mamá no tuvo necesidad de preguntar nada más. Con ese simple hecho supo que yo no era normal. El doctor se acercó y le dijo: -lo lamento mi señora, el niño nació mongólico. Se trata de un síndrome conocido como Down. Sus características físicas lo corroboran, pero le haremos algunos exámenes para revalidar lo que le estoy diciendo -.

Obviamente mi mamá se desmoronó, hasta tuvieron que aplicarle algunos calmantes, pues la noticia le cayó muy mal.  Estuvo llorando un largo tiempo. Después mi papá entró a la habitación, me miró y felicitó a mi mamá. Ella le respondió:

-No se alegre tanto. Mire bien al niño -. Por supuesto mi papá no entendía nada y le dijo que me veía normal. Entre tanto mi mamá seguía llorando hasta que llegó el doctor y les explicó que yo tenía un desequilibrio genético y que eso me haría especial. También les dijo que la malformación con la que había llegado me impediría aprender a caminar y a hablar, pero que no se preocuparan porque generalmente los mongólicos se mueren rápido.

Mis padres quedaron más preocupados que antes y se concentraron en llorar y lamentarse de que yo fuera un mongólico. Fueron momentos muy difíciles para ellos, pues nunca pensaron que algo así sucedería con algún hijo suyo. Además, ustedes habían nacido normales.

Cuando se quedaron solos en la habitación, mi mamá inició una serie de preguntas que nunca tuvieron respuesta: - ¿Será que esto sucedió porque somos primos hermanos?, ¿O será porque ya estaba muy vieja para tener hijos? -. Mi mamá contaba con 35 años, en esa época, esa edad era considerada riesgosa para tener hijos.

Las explicaciones se terminaron y tuvieron que abandonar la clínica Palermo, asumiendo el nuevo reto que les había impuesto la vida. Este fue el inicio de la historia.

Espero tu próxima carta. Ahora sí cuéntame lo que me tienes que decir.

Te amo.

Juan Carlos

 

 

Carta 3. 4 de agosto de 2020

Asunto: La llegada del Down

Hola Mi Juancho:

Recuerdo al pie de la letra tu llegada a nuestra casa. Pasaron algunos días antes de que nos dieran la noticia de que teníamos un hermano muy especial. Para mí eras especialísimo. Eras el hermano perfecto, lo que yo siempre había soñado. O bueno, hubiera preferido una mongólica, pero no importa. Fuiste el más lindo.

Sí, mi mamá nos contó que cuando estaba embarazada de Marlene se enfermó y que, en el momento de su nacimiento, todo fue un estrés porque los médicos pensaban que la bebé estaba muerta. Por eso le practicaron una cesárea de emergencia y Marlene nació. Sin embargo, a mi mamá le preocupó que llorará tanto y fue cuando el médico le dijo eso de que estaba bien dizque porque los únicos que no lloran al nacer son los bobos ¡Qué tal el atrevido!

Te había deseado tanto. Mi mamá me dice que por mi insistencia tomó la decisión de embarazarse porque todos los días le decía: - mami, quiero una hermanita, por favor. ¿Cómo se hace para que nazcan los niños? -. La amenazaba diciéndole: - si no lo tienes tú, lo tengo yo. ¿Dime cómo se hacen los niños? -. Mi mamá me decía que uno se tenía que comer un muñeco con pan y mantequilla y listo. A mí me pareció terrible y me imaginaba comiéndome a mis muñecos Juanita, Nicolás o a Pedro. Por eso nunca lo hice. Menos mal que mi mamá me hizo caso, porque la obsesión era tan grande que un día me hubiera preparado ese extraño sánduche de muñecos.

Recuerdo las ojeras de mis papás, el desánimo de mi mamá, el cansancio y los cuchicheos que mi mamá y mi abuelita sostenían por horas, mientras nosotras estábamos felices pegadas a tu cuna de madera, esperando a que te despertaras para hacerte carantoñas. Eras nuestra nueva distracción.

Al otro día, mi papá se fue a trabajar, mi abuelita se quedó en la casa acompañando a mi mamá y nosotras ayudando a preparar teteros y viendo cómo mi mamá te cambiaba los pañales. Eras tan chiquitico, tan tranquilo. Llegaste un viernes, así que el fin de semana no teníamos que ir al colegio. Eso nos permitió estar más atentas de lo que pasaba.

El cambio repentino de actitud de mi mamá nos desconcertó. Se la pasaba llorando y de mal genio. A pesar de eso, te gozamos hasta la saciedad. Mi mamá nos daba permiso de sacarte de la cuna, alzarte, arrullarte y hasta bañarte. Era emocionante. Tu no llorabas, te dejabas hacer de todo sin queja alguna.

Después entendí que mi mamá nos permitía estar contigo tan libremente porque su profunda depresión no le permitía concentrarse en tu cuidado sino en todo lo que iba a pasar más adelante. Claro, todo bajo la supervisión de mi abuelita. Nos decía: - ¡cuidado con el chinito! -. Claro, éramos pequeñas y no pensábamos en los cuidados extremos que deben tener los bebés.

Eso nos permitió tener más conexión contigo. Con mi hermana nos peleábamos por ti. Así que pasabas de mano en mano.

Pero llego el día. No sé si te acuerdes. Yo te estaba cargando y arruchando en el hall de la casa. Estábamos solos. De un momento a otro quise entrar al baño o al cuarto de mi mamá para dejarte en la cuna, no me acuerdo muy bien, pero tu cabeza se estrelló contra el marco de una puerta que era de hierro.

El golpe hizo retumbar toda la casa. No pasaron dos minutos cuando mi mamá apareció sobresaltada y gritando quién se había caído. Le expliqué que tu cabeza se había estrellado contra el marco de la puerta. Ese día sí lloraste, yo también, porque mi mamá te arrebató de mis brazos y me regañó. Recuerdo que te sobaba la cabecita con nerviosismo y lloraba. Se sintió culpable. Desde ese momento la historia tomó otro rumbo.

Ese accidente hizo reaccionar mi mamá. Ahora toda la atención era para ti y ya no eras tan accesible para nosotras. Mi mamá ya nos controlaba más y supervisaba cada movimiento tuyo. Desde ese momento mi mamá se olvidó de su depresión y todo se organizó.

Juancho, perdón por ese golpazo que te hice dar. Fue sin culpa. Era tan pequeña que no tuve cuidado, pero como dicen por ahí, todo pasa por algo. Si ese accidente no hubiera ocurrido mi mamá no hubiera despertado y entendido que tenía que cuidarte y protegerte de todos los peligros. A partir de ahí nunca te dejó de cuidar, hasta tu muerte.

Y aunque no te salió sangre solo un gran chichón que casi no se te pasa, te confieso que me duele la cabeza al recordar ese momento.

Discúlpame de nuevo.

Escríbeme pronto.

Te amo

Paty, tu hermana no preferida (Me dan celos).

  

Carta 4. 6 de agosto de 2020

 Hola Patty. No me contaste nada ¿Qué es lo que me tienes que decir?

 Lo que me narras no fue tan terrible y además ya pasó. Claro que te perdono, eras muy chiquita, solo fue un descuido y como dices, gracias a ese golpe mi mamá dejó de pensar que yo era un problema y me empezó a aceptar sin reparos.

Se curó de su depresión y empezó a sentirse orgullosa de mí. Recuerda que los grandes golpes que te da la vida son los que te hacen más fuertes.

Además, ese golpe me hizo despabilar. Seguramente algo se movió en la cabeza que me tenía dormido y aletargado. Después de eso, la vida empezó a ser una fiesta.

Te dejo porque quiero recibir la próxima carta rápido y que me cuentes de una vez por todas lo que me tienes prometido.

Juancho

Carta 5. 7 de agosto de 2020

 Asunto: La vida es fue una fiesta

Hoy no tengo muchos ánimos para escribir. Estoy muy preocupada. Gracias por recordarme que la vida fue una fiesta contigo.

Desde tus dos años, más o menos, eras el niño más hiperactivo de la vida ¿Producto del golpe? Eras adorablemente insoportable. Todas nos divertíamos, pero ¿recuerdas las furias de mi papá? Tirabas todo, gritabas, te reías solo, desordenabas lo que encontrabas, nos halabas el pelo, nos mordías, nos pegabas; arrancabas gafas, robabas helados, reventabas cadenas, te sacabas la mierda y la untabas en las paredes; comías insectos, te sacabas los mocos y hasta recuerdo el día que te bebiste un cuarto de frasco de Baygón. Aún no caminabas, pero te dabas las mañas para abrir los closets y sacar todo, chuparlo, botarlo y romperlo. Qué fuerza la que tenías. Eras incontrolable.

¿Recuerdas que yo te hacía terapias de lenguaje?  Te sentaba frente a mí para que repitieras las palabras que yo te decía. Quería que hablaras, ya era hora de que hablaras y que caminaras, pero tú no llegaste sino a decir: agua, a pipí y Juan, con mucha dificultad. Después todo se te olvidó y jamás volviste a decir palabra. Todo era a señas y risas.

Te gustaba el ruido. Por eso buscabas desesperadamente los platicos de mi vajilla azul de juguete y los ponías a girar en el suelo una y otra vez hasta que caían con tu oreja pegada al piso para escuchar la vibración ¿Te acuerdas de una tortuga de Fisher Price que emitía un sonido particular cuando se tiraba de la cuerda que tenía? Tu durabas horas y horas con esa tortuga dándole vueltas a la mesa del comedor, riéndote a carcajadas y tocándote el pito. 

Otras veces producías sonidos guturales con tu lengua afuera y babeando todo por horas y horas, sentado como un buda en el piso de la sala de la casa.  Otras veces, te distraías con un radio transistor a todo volumen pegado a tu oreja ¡Qué desespero! Sin embargo, tuviste muchos radios transistores porque cuando te aburrías, los botabas lejos contra lo que fuera y se destruían completamente. Como te gustaban, mi mamá siempre tenía uno nuevo para ti. El último que tuviste lo tengo yo, como adorno en mi biblioteca. Aún funciona. No se le puede subir el volumen ni cambiar de emisora ¿Te acuerdas que mi papá le echo un pegante en las rueditas del volumen y del sintonizador para que no lo pudieras maniobrar?

Me imagino que fuiste feliz en la casa de Villa Luz donde viviste once años. En ese barrio los aviones pasaban casi tocando el tejado porque era muy cerca del aeropuerto. Para todos era un tormento, me imagino que para ti era una dicha.

¡Ay Juancho! Raro sí eras. Ya eras grandecito y ni hablabas ni caminabas. Solo gateabas como un gatico buscando que pilatuna hacer. Me acuerdo del cajón de juguetes que mi mamá dispuso para mantener medianamente ordenada la casa. Tu cajón, era el último, de un armario grande y estoperoludo que estaba en la alcoba de mis papás, donde guardaban parte de su ropa.  Ese cajón, casi a nivel del piso, siempre estaba abierto y desocupado porque tu diversión era sacar todo y esparcirlo por toda la casa. Cuantas veces tuve que recoger tu desorden.  

¡Uy! Me acuerdo también cuando le volteabas el cenicero a mi papá en la cabeza, cuando se quedaba dormido viendo televisión. ¡Qué peloteras! En una época te dio por coger los platos de la vajilla y los bombillos para romperlos contra el suelo. Eso era una diversión total para ti.

Aún recuerdo tus manitas rojas de todos los golpes que mi papá te daba por lo que hacías. Tú como si nada. ¿No te dolía? Eras tan especial que cuando hacías algo que sabías que no se debía hacer, ibas tú mismo y le extendías tu manita a mi papá para que te pegara y te dijera tonto. ¿Bobito no?

Mi papá siempre se desesperó por tus comportamientos raros. Recuerdo un día que te dejó, muchas horas, sentado en tu mica azul para que aprendieras hacer popo y pipi y tú lo único que hacías era rascarte el pito. Tenías esa maña a toda hora ¿sentías rico?

¡Ay mi papá! Siempre lo miré con recelo por portarse así contigo. Odiaba su malgenio, su prepotencia y el trato que le daba a mi mamá y tú, que fuiste su principal víctima, al final lo aceptaste, lo querías y lo respetabas.

Espero tu carta mi Juancho hermoso.  La verdad me divertí recordando todo esto. Gracias por no hacerme olvidar que la vida fue una fiesta contigo.

Patty

Posdata: lo de las terapias de lenguaje no fue gratuito. Desde que eras un bebé mi mamá buscó la manera de que aprendieras algo. Por eso buscaba incansablemente a personas que la ayudaran y en una de esas, conoció a Myriam, la gringa ¿te acuerdas? Ella fue la que te enseñó a caminar con arroz, sí tu comida preferida como la de cualquier mongol. El arroz y el pan eran tus comidas predilectas. Pero el arroz hizo que caminaras cuando cumpliste los cinco años. Qué suerte, porque alzarte era pesado. Nos turnábamos entre las tres para no agotarnos, especialmente cuando mi mamá tenía que hacer diligencias en busetas donde te portabas muy mal.

La gringa te metía en piscinas plásticas llenas de arroz, y como mi mamá nos llevaba a todas partes, mientras no estábamos en el colegio, nos enseñó como masajearte las piernas. Nos decía que el arroz estimulaba las terminaciones nerviosas del cuerpo. Por eso todos los días te frotábamos arroz en las piernas hasta que un día estando en la casa, Marlene y yo nos inventamos un juego. Nos pusimos frente a frente, a una distancia de uno o dos metros, una a un lado, te ayudaba a parar y la otra, con los brazos extendidos te decía: “Ven gordo, ven…”. Y en ese momento diste tus primeros pasos entre abrazos y más abrazos. Hasta que te aburriste y tomaste otro rumbo, solito, a romper algo, supongo. 

 

Carta 6.  8 de agosto de 2020

 Patricia. Muy divertida tu carta. Recuerdo que las profesoras del colegio le decían a mi mamá que nunca habían conocido a una familia tan feliz con un mongólico. Eso usualmente no pasa en la vida real.

Pero, Patricia, no me dijiste nada sobre lo que me tienes que decir. Si no me cuentas, paramos este jueguito.

Juancho


Carta 7. 10 de agosto de 2020

Asunto:  Las huellas del león

¡Uy! Juan Carlos ¿En el cielo también se ponen bravos y orgullosos?

Nunca te pusiste bravo conmigo ni me hiciste ningún reclamo y ahora me encuentro con esta sorpresita. Te prefería mongólico: manos de paleta, nariz chata, cuello grueso, ojos rasgados, lengua afuera, mudo, baboso y cojo y además con dientes podridos. Te lo diré cuando esté lista. No es fácil. No me atormentes la vida.

Hoy es el cumpleaños de mi papá. Sabes que no me llevo bien con él.

¡Ay mi padre! Gabriel. Mi papá, ni ángel ni demonio. Simplemente papá nacido bajo el signo de Leo. Y si tuviera la posibilidad de cambiarlo, nunca lo haría. No niego que lo quise cambiar en alguna época de la mi vida. De él me gusta mucho su presencia, elegancia e inteligencia, no me gusta su personalidad arrogante, mandona e histérica. Humillante como el solo; odio sus gritos, su maltrato y la incapacidad para ser cariñoso. Nunca llegamos a aclarar nada porque siempre la conclusión era que él tenía la razón y que se hacía lo que él quería. Su tono de voz, fuerte como el rugido de un león.

Mi mamá me contó que era desaplicado, altanero, desobediente y malgeniado. Que terminó bachillerato a los 22 años, y mi mami sabe porque los conoció desde pequeño. Son primos hermanos y cuando niños eran muy unidos. Cuando mi mamá cumplió los dieciocho años se cuadró con él. Iniciaron una relación a escondidas, pero contaban que era fácil porque mi abuelito Gregorio, el papá de mi mamá, solo la dejaba salir con los primos a fiestas y paseos; nunca la dejó tener amigos por miedo a que metiera la pata. Le salió el tiro por la culata. El noviazgo duró diez años. Mi papá es dos años mayor, así que se casaron, ella de 28 años y él a los 30. Mi mamá enamorada pese a que conocía al pie de la letra cómo actuaba, cómo sentía y qué hacía. Mi papá celoso, pero coqueto; bravo, pero compasivo y así decidieron unirse en matrimonio con la bendición del Papa, sí el sucesor de Pedro, pues como eran primos hermanos tuvieron que pedir permiso. No sé por qué Dios no les envió un mensajito sabiendo la vida que tendrían que vivir, pero bueno, se supone que el libre albedrío imperó.

Esto por una parte y por la otra, se unieron en matrimonio el 18 de junio de 1970, en contra de toda la familia, que a través de regaños, consejos y ejemplos trataron de echar para atrás esa decisión. No obstante, el matrimonio se celebró e inició, ahí si como dicen una muerte anunciada.

Al cabo de un año quedaron embarazados y nació mi hermana. Marlene la bautizó mi papá. Mi mamá siempre sumisa y aunque ese nombre no le gustaba, lo aceptó. A los dos años nací yo, pero esta vez, mi mamá le dijo que si era niña se llamaría Patricia. Y aquí estoy yo, orgullosa de mi nombre porque lo eligió mi mamá. Cinco años después naciste tú, te ibas a llamar Nicolás, pero cuando mi mamá se enteró que eras enfermo, le dijo a mi papá que te llamara como fuera y quedaste Juan Carlos.

Después me enteré que mi papá quería hijos hombres, de malas, le nacieron dos niñas y el tercero, que era el vencido le nació hombre, pero un hombre especial que nunca esperó ni aceptó. Así que su frustración llegó al límite y sus intereses se concentraron en el trabajo, el amor por los carros y la buena vida. Mientras su disfuncional familia poco o nada sabía de él. Sabíamos que era abogado, un gran abogado que pasó a ocupar cargo de juez, fiscal y magistrado del alto tribunal hasta que se pensionó.

La mayoría de veces llegaba tarde a pelear con mi mamá por la comida que ella preparaba, por la camisa mal planchada o por el desorden de la casa. Las peleas más recurrentes eran por la plata. Mi mamá le decía que lo que le daba para el diario no le alcanzaba y mi papá le hacía unas cuentas pecuecas argumentando que eso era suficiente y que no le podía dar más.

Se lo decía gritándola, insultándola, degradándola y maldiciéndola. Aquí sale el león que representa el poder en las antiguas civilizaciones. Gabriel el león que representa la potencia animal y brutal y a los seres voluntariosos con fuerza instintiva e incontrolada y la tendencia a dominar como déspota y a imponer brutalmente la fuerza y autoridad.

Afortunadamente, esa fuerza bruta nunca sobrepaso los límites físicos. O bueno, solo contigo. A nosotras nunca nos llegó a tocar con sus gruesas manos, únicamente nos debilitaba con sus rugidos imperiosos de león. Su violencia nos asustaba y por eso hacíamos lo que él dijera, pero tú fuiste el único que se reveló contra él. El mongolito como te decía. Fuiste el único que no le tenía miedo pese a sus gritos y castigos físicos. Tu repetías todo lo que a él no le gustaba y te reías a carcajadas provocando en mi papá una furia absurda y comentarios humillantes al ver que su poder no te podía doblegar.

Siempre decía que la culpa de que hubieras sido mongólico era por culpa de mi mamá. Ella siempre era la culpable de todo y aunque lloraba, sufría y pataleaba siempre nos defendió, nos cuidó y nos amó. Llegó un momento en que éramos cuatro contra uno. Nuestro equipo siempre solidario y el equipo de mi papá lo completaba su egoísmo, el mal humor, su supuesta perfección y narcicismo. Nadie lo quería. 

Comprendí desde muy pequeña que mi mamá no se podía separar por la situación económica. Mi papá siempre fue el proveedor. Mi mamá nunca estudió, ni trabajó. Ni siquiera terminó el bachillerato. Mis abuelos siempre la tuvieron como una reina y odiaba estudiar, así que repitió cuarto bachillerato cuatro veces y ya tenía veinte años. Renunció, le daba pena ir a estudiar con niñas de catorce años y ella tan mayor.

Sin embargo, mi mamá tuvo y aún tiene habilidades maravillosas para la costura; de hecho, mi hija estudió diseño de modas porque siempre la vio coser indumentarias para nosotras; nunca fue comercial, aunque hubiera podido atreverse.

Pero retomemos, nunca se separaron porque mi mamá no tenía la forma de abandonar la casa con tres niños. Así que aguantó y aguantó y sigue aguantando. ¿Qué aguantó? Malos tratos, infidelidades y humillaciones.

Pasado el tiempo Marlene con 25 años y yo con 24 nos fuimos de la casa hacer nuestras vidas, eso sí con el estudio que mi papá nos pagó. Nos decía: - el estudio es la única herencia que les puedo dejar así que aprovechen -. Y así lo hicimos.

A ti solo te pagó por un tiempo muy corto algo de educación. Decía: - pero para qué se le paga colegio a Juan Carlos si él no va a aprender nada -. En todo caso, mi mamá se buscó los medios con un pariente que trabajaba en el Ministerio de Educación y te consiguieron una beca. Estuviste matriculado muchos años en un colegio que se llama Santa María de la Providencia, donde finalmente, como decía mi papá, no aprendiste nada y te quedaste eternamente en kínder por más o menos diez años.

Antes de conseguir la beca, mi mamá, no sé cómo conoció a una terapeuta gringa llamada Myriam (ya te la había mencionado), quien le propuso a mi mamá, al conocer su situación económica, que te hacía las terapias a cambio de que mi mamá la ayudara a atender a los otros niños con sus tratamientos. Fue algo así como una asistente, repetidamente la vi barriendo y lavando platos que los otros niños ensuciaban.

Mi papá ni se enteró, bueno algo tuvo que saber, pero ni le importaba. Mi mamá finalmente fue la que se preocupó por nuestras vidas mientras él firmaba sentencias y coqueteaba con la que se le pusiera en frente. Él sólo llegaba a la casa a regañarnos y a criticar. Eso fue al principio porque ya más grandes y más fortalecidas, las tres hacíamos una cadena humana para defenderte de los golpes de mi papá.

Y es que en realidad fuiste necio. Me acuerdo que comer contigo en el comedor era todo un reto y con Marlene nos inventamos un juego para defender nuestra comida, pues tu tenías la manía de jalar el mantel, produciendo regueros, platos rotos, comida desperdiciada, en fin.

Lo que hacíamos era apostar con mi hermana algunos pesos y se los ganaba quien no dejara derramar su almuerzo. La idea era estar pendiente de tus movimientos y adivinar el momento para levantar los platos, los vasos y todo lo que se pudiera para que el mantel rodara solo. Era realmente divertido. Nuestra motricidad fina y gruesa se desarrolló enormemente contigo. Cuando esto pasaba estando mi papá en la mesa, la tragedia venía. Gabriel, nuestro león, no lo soportaba y dirigía toda su ira hacia ti que, aunque te pagara en tus manitas, te seguías riendo a carcajadas, pensando, tal vez, en qué más tirar.

Mi papá no entendía ni aguantaba ninguna de tus acciones y lo sacabas de sus cabales, hasta que llegó el día en el que te enfermaste. Todo empezó por una hernia y de ahí se te fueron multiplicando las enfermedades que te impedían salir del hospital. Dos días en casa, tres en el hospital; cuatro días en casa, quince días en el hospital y así sucesivamente. Ya no era raro ver las ambulancias frente al edificio donde vivías hasta el día en que no volviste nunca más.

Durante esa época, mi papá empezó a sentir compasión por ti y a defenderte como el león que es. Tantos exámenes, respiradores, inyecciones, transfusiones, drogas, doblegaron a mi papá y con todo y esto tu seguías portándote mal. Te arrancabas el suero, los respiradores, te bajabas de la cama, te escapabas a las otras habitaciones del hospital a molestar a los enfermos, pellizcabas y les halabas el pelo a las enfermeras, hasta que tuvieron que tomar la decisión de amarrarte de pies y manos a la cama para que te dejaras los implementos médicos y no te hicieras daño. 

Tal parece que toda esta situación doblegó al león y por muchos años él fue quien te cuido; claro, todos hacíamos turnos por ser tú, un paciente especial. Mi papá y mi mamá se ganaron la corona de la perseverancia y aguante. En algún momento, mi papá siempre fue el primer voluntario, mi mamá estaba agotada y enferma.

Así que te empezó a tratar con cariño, con autoridad, pero con cariño, y hasta nos contó que te pidió perdón. Tú lo terminaste aceptando. Parecían los mejores amigos. Ahora mi papá repite que tú fuiste lo más lindo que le pasó en la vida y que fue y sigue siendo tu maestro. Mi papá dice que cree en Dios y que él es lo más importante sobre todas las cosas. Asiste a misa, comulga y se confiesa, pero cuando llega a la casa llega a gritar o a criticar a mi mamá.

Siempre me ha parecido paradójico que rece tanto, pero que siga siendo él. Histérico, impaciente, nervioso, obsesivo e intolerante con todo lo que le pasa a su alrededor. Vive sobresaltado, nervioso, le gusta que lo atiendan rápido y que todo fluya como él quiere, pero nada le funciona. Todo es un estrés. Pienso entonces sobre las razones por las cuales Dios no le da una ayudita para aceptar con tranquilidad la vida y sienta un poco de paz y felicidad.

Mi papá, con su rugido de león es así porque quiere ser bueno, porque se afana, se preocupa y nos da todo lo necesario para vivir. Sus acciones lo convierten en el mejor papá del mundo. Yo no sabía, como sé ahora, tanto sobre el significado del león. Si hubiera estudiado antes su significado, habría entendido que mi papá es así y así lo debo respetar. Hace poco tomé la decisión de no enfrentarlo, de llevarle la corriente, de agradecerle su paciencia y generosidad. Y me relajé, no, no siento el recelo que me carcomía antes. Ya no siento que necesite defender de mi papá a nadie, ni siquiera de mí misma. Ahora siento que lo debo querer y hasta pedirle disculpas por lo mal que me porté, por las palabras que le dije por no entenderlo.

Es verdad que los leones borran sus huellas cuando huyen del cazador. Para mí, sus huellas de maldad y atropello quedaron en el pasado y solo siento un infinito amor hacia él. Le pido a Dios todos los días que me lo deje unos añitos más tal como es. Así lo quiero, así como tú lo terminaste queriendo y perdonando, sin entender nada, pero entendiéndolo todo.

Voy a cantarle el happy birthday con un ponqué de mora que le compré.

Espero tu carta.

Paty

 

Carta 8. 12 de agosto de 2020

 Patty:

 Me alegra saber que ya entendiste y quieres a mi papá. Patricia, sigo esperando tu respuesta. Ya sabes a que me refiero. Me estoy cansando.

Juancho


Carta 9. 14 de agosto de 2020

Asunto: la peor noticia

Siento que mi mamá se está muriendo y sufro. Ya no tiene dientes, está flaquita, no le gusta comer sino chitos, gomas, coca cola, galletas wáfers y chocolatinas jet. Hace dos años se le partió una vértebra por la osteoporosis, sufre de várices, de los riñones, tiene incontinencia urinaria y ahora tiene un brazo paralizado por la artrosis. Se queja todo el tiempo. Ya no puede más del dolor y no quiero que mi mamá se muera porque es la razón de mi existencia. Tal vez el día que se muera, yo muero con ella.

¿Tú qué vas a saber de esto? Tú la estás pasando muy bien por allá. No sabes que es sufrir una pérdida y te estarás riendo de mí. Sufro, sufro todos los días y no quiero que llegue ese inevitable día. Me duele su dolor, pero soy tan egoísta que quiero que viva hasta los doscientos años. No quiero que se vaya al cielo y se encuentre contigo. La quiero aquí, conmigo. Odio tu cielo.

¿Sabes por qué tú estás en el cielo y ya no eres mongólico? porque mi mamá se cansó de verte sufrir y firmó un papel en el hospital donde autorizaba que no te siguieran haciendo ningún tratamiento para que te fueras rápido y no siguieras viviendo ese martirio. Tu vida ya era artificial, te mantenían conectado, con respiradores y transfusiones diarias. Si mi mamá no hubiera tomado esa decisión, que a propósito no se la comentó a nadie, tu seguirías vivo.

Eso era lo que te quería decir y ya no quiero seguir con este jueguito de las cartas. No quiero que me des sermones y que me digas que en el cielo no hay viejitas. Ahórrate tus palabras, mientras yo, aquí, me sigo martirizando. 

Adiós.

Patricia. Tu hermana no preferida.

 

lunes, 20 de julio de 2020

¿Apostamos?


Por: Mónica Liliana Benavides Benavides

Socióloga. Investigadora. Magíster MEID. Artista del Carnaval de Negros y Blancos de Pasto. Apasionada por el deporte de alto rendimiento y la motivación de Conciencia Saludable

Pasto - Nariño - Colombia

¿Apostamos?

Cuando lo recuerdo entrecierro mis ojos, siento su aroma y suspiro. Hoy he vuelto a verlo y le he dicho ¡no! No regresaré. Te amé, pero no más. Aunque te extraño estoy dispuesta a vencer la tentación. ¡No hay vuelta atrás! Estoy a pocas semanas de terminar mi reto con Nicolás y ando entusiasmada como para recaer en tus brazos.

Cada mañana me despierto con una nueva actitud. Inicio el día con bombones, pero para el alma, de los que me trae Susana Majul en la meditación matutina. Luego una hora de ejercicio, una ducha de agua fría y un energizante baño de sol. Saludo a mi hijo, bajo al taller de carnaval donde obro con mis manos las joyas de mis anhelos, preparo mis alimentos, leo aquellos libros que tenía en espera y retomo la bondad de la escritura con la que nací.

Desde que me independicé, comprar comida con mi hijo Nicolás ha sido una experiencia divertida. Vamos al supermercado y recorremos con el carrito los pasillos más agradables que nos hacen suspirar, aquellos donde están los dulces, las galletas, los quesos y todas esas maravillas comestibles. Mientras Nico elige su lonchera, yo me entretengo en la zona de verduras, me atraen los champiñones frescos y me gusta el aroma de la piña y el jengibre. Se siente bien poder comprar lo que uno quiere cuando se es dueña de las propias decisiones.

Desde niña me han gustado los dulces y pasteles, tanto que, hasta en el día de la madre me regalaron una confitería completa. Cuando abría una chocolatina grande, de esas que tienen muchos cuadritos, yo decía: me voy a comer solo una filita, ¡pero mentía! Igual pasaba con el arequipe y las cajas de chocolates, me encantaba ordenarlos sobre mi cama y hacer un concurso entre ellos. Los ubicaba desde el más rico hasta el menos llamativo; comenzaba devorándome al ganador, el chocolate amargo relleno de crema batida. En un día terminaba con todos los concursantes, hasta con el que menos me gustaba, ese tieso de maní crocante y caramelo que se pegaba en mis dientes. En fin, chocolate o dulce que llegaba a mis manos, grande o chico, me lo comía de un trancazo.

Durante mi camino universitario conocí a Alejandra Nieto, con ella somos colegas profesionales y amigas del dulce. Ella, que es buena consejera, ha tocado las puertas de su autocuidado con algunos de mis consejos y recientemente me recomendó el libro de un doctor calvito que creo haber visto antes en youtube.

En ese libro, “El Milagro Metabólico”, encontré un dato fulminante: el azúcar es ocho veces más adictiva que la cocaína; por eso las personas sienten hambre todo el tiempo y, además, argumenta, que el 80% de los productos del supermercado la contienen.

Ahí como que se me bajó el azúcar y me dio la pálida. Con duda y como quien no quiere la cosa fui a la cocina, abrí el gabinete donde guardo mis alegrías del Super y empecé a leer los ingredientes de todos mis “alimentos saludables”.

Es verdad, todo tenía azúcar, real o artificial. Nada se salvó, ni siquiera los productos light ni mi salsita de soya.  Mi santísima avena, mis espaguetis cabello de ángel integrales, la granola “fifí” estaban cargados de gluten y ni les cuento mi cara cuando revisé la comida de mi hijo. El estómago se me revolvió. ¡Lloré!

Nicolás tiene 17 años, creció tomando colada endulzada con panela y alimentándose, como yo, de plantas industriales. Le gusta comer sabroso: sancochito, frijolada, sopa de patacón, pico de gallo, guacamole, huevos cocinados, mazamorra, consomé con cilantrico picado; es fanático de los espaguetis con salsa boloñesa, de la chuleta, la malteada de tres leches, la pizza de pollo y champiñones, del helado de arequipe, el yogurt de melocotón y los choco-cereales. En su menú caben de igual manera los tatos de queso, como las gomitas, la gelatina con lechera, o los sándwiches de jamón y queso con salsa mostaneza de ajo que, además, le quedan riquísimos.

Nicolás es un buen consejero, un gran dibujante y excelente bajista; mide 1.80 de estatura y tiene un cuerpo privilegiado. Se ríe de mí, porque con mis años en la vida deportiva y comiendo saludable tengo gorditos en el abdomen y él, comiendo galletas, tiene cuadritos de chocolatina.

Riéndonos de esto, el 18 de mayo apostamos que para el cumpleaños de su tía Dayra, el 7 de agosto, yo tendría también esos cuadritos. “El que pierda paga una pizza” fue el precio pactado de la apuesta. 

Y es que, durante muchos años de mi vida, a pesar de mi buena energía, sentía un gran agotamiento físico y un aire de tristeza inexplicable. Comía y de inmediato deseaba mi cama. Sin problema alguno podía triplicar las horas normales de sueño. Me dolía constantemente la cabeza, la zona lumbar y veía medio borroso. El cabello se me caía por montones. La parte blanca de mis ojos era amarilla. Si me preguntaban si padecía de ictericia yo sonreía apenada y respondía que era hereditario.

De las citas médicas salía con una bolsa llena de medicamentos; recuerdo que mi abuela, preocupada, me llevó a una montaña del sur de Nariño para que un sabio curandero me sanara de todos estos males. Después de soplarme con licor y rezarme con tabaco y ramas, me dio una botella con un bebedizo para una limpia del cuerpo. 

Cuando tomaba esa bebida amarga se me arrugaba el rostro por el enorme esfuerzo que debía hacer para tomarla y bajé como dos kilos de peso cuando me deshice de ella. Hasta llegué donde una religiosa que era reconocida por los milagros que hacía. Ella, solo con ver las manos, diagnosticaba sobre el mal que cada quien padecía. Me dio a tomar otra limpia, aún más fuerte y amarga, sumada a la penitencia de rezar cinco rosarios completos de rodillas. Nada de esto me curó. 

Padecí de alergias respiratorias, dormía con la boca abierta y sufrí de rosácea, una irritación en la piel que me ponía toda “cachetiroja”. Invertí mucho dinero en tratamientos dermatológicos: cremas, geles, vitaminas y en dolorosas sesiones con todo tipo de tecnología para curar mi piel. Tampoco, nada de esto funcionó.

Por la cuarentena empecé a hacer ejercicio en casa. Cada mañana, en mi cuarto, saltaba de mi cama sabrosa para ponerme en movimiento. Nico me veía mientras hacía clases aeróbicas y de kick boxing. Él me decía sonriendo: no vas a poder.

Sus palabras desalentadoras fueron dinamita para mí y me llenaron de fuego. En ese camino, para complementar mi proceso, llegó a mi vida el combo ganador, por una parte, el libro del doctor Carlos Jaramillo y por otra, el entrenamiento funcional de 54D, recomendado por mi amigo Javier Rosero, un programa de transformación humana dirigido por los mexicanos Rodrigo de Ovando y Rodrigo Garduño quienes en 54 días permiten que sus seguidores logren cambios físicos, mentales y emocionales, a través de un exigente entrenamiento de alto rendimiento.

Durante la cuarentena, ellos tuvieron que cerrar sus instalaciones, pero abrieron su generosidad para seguir entrenando a su gente a través de clases en vivo por Instagram. Así surgió la GenQ54D: Generación Cuarentena en Movimiento, una comunidad de más de 30 mil personas de todo el mundo que día a día saltamos de la cama o de la silla de trabajo determinados a ser más fuertes que el aislamiento.

Yo sabía que buena parte de los alimentos que ingería no eran saludables, pero me hacía la loca, y bien loca, porque no sabía del daño que me provocaba. Con “El milagro metabólico” desaprendí, fue una revelación saludable. El doctor con su particular estilo de hacerme sonreír con cada explicación, me ha liberado de falsas creencias y mitos alrededor de mi alimentación. Conocí también sobre la manera en que las grandes industrias de alimentos nos seducen a comer para mantenernos presas de ellas. Este libro me estremeció, lo disfruté plenamente. Tiene todo aquello que requería saber para avanzar en mi transformación y alejarme de todas las enfermedades que hoy se hacen comunes entre la gente a causa de los malos hábitos alimenticios que se han normalizado. Me gusta su premisa: “quien no tiene tiempo para comer bien y hacer ejercicio, pronto tendrá que buscar tiempo para cuidar alguna enfermedad”.

Ahora, conscientemente, puedo decir no a los productos procesados, no a mi taza azucarada  de chocolate caliente en las mañanas, a las arepas con queso y margarina, a los chocolates con relleno de fresa, a mi bom bom tropical de banano cubierto con chocolate blanco, a mis pirulitos de colores que cargaba en el bolsillo; puedo decir no a la pizza pepperoni, al helado de chocolate belga y cherrymania, a los pasteles de queso y bonetes de la Alsacia, a las galletas integrales, al cupcake de chocolate cereza con la montaña de glaseado rojo, a la torta milky way, a las almojábanas calientes con jalea, al frito, los chicharrones, a la cerveza y al vino.

¿No los comeré nunca más? no, utilizaré sabiamente mi cartucho, como dice el doctor Jaramillo, para una vez al mes darme gusto con algunos de esos platillos que me pican el ojo.

Además, no es que sean mis alimentos prohibidos, sólo estaban en el lugar equivocado para mi salud y para este reto que me ha puesto más juiciosa que nunca. Recuerdo que hace un año me preparé para el “Reto Fitness”, un evento deportivo de resistencia, fuerza, baile y pedaleo, (luego les contaré sobre esa experiencia); 365 días después mi gran reto es ingeniarme la nueva alimentación para mi hijo. Nico me retó y a partir del desafío encontré nuevas respuestas para reforzar el camino a una vida más sana y en plena conciencia de hacer a un lado las plantas industriales y conectarnos con todo aquello que nos da la tierra.

En mi habitación el tic tac del reloj suena, las horas pasan, los días vuelan, el 7 de agosto se acerca. Adiós chocolate, ahora mando yo; no es mi cuerpo el que pide comida, soy yo la que lo alimenta. He tomado el mando, y aunque no sé si vea los cuadritos en mi abdomen, siento que me he ganado a mí misma, me liberé del que dirán, de la tristeza y flojera que rondan por estos días. Mi mente y cuerpo son más fuertes con cada salto, sentadilla, squat, burpees, jumping jacks, low plank, monster walk y un jurgo de piruetas más con las que mi actitud, mi carácter, mi cuerpo, mi mente y mi espíritu se han fortalecido. Ahora disfruto creando nuevas ensaladas, preparando tortas de lentejas, investigo sobre buenas fuentes de grasa saludable y exploro una cantidad de comida nueva, de información valiosa para mi cuerpo.

Es increíble, todos esos padecimientos de mis años pasados tenían su raíz en mi alimentación. La solución la tenía yo. Era tan sencillo como comenzar a eliminar el azúcar contenido, no sólo en los dulces, sino en la mayoría de alimentos procesados. Eliminar el gluten presente en gran parte de los alimentos que estaban en mi cocina: harina con la que hacía las tortillas; el pan, las galletas, los espaguetis, los pancakes, las salsas, los cereales, las conservas; en los lácteos, enlatados y hasta en la crema hidratante para mi piel. Mis padecimientos se fueron. Esto sí funcionó. Todo era cuestión de aprender a leer el reverso de los empaques.

El agotamiento se fue, tengo energía renovada, ahora duermo solo 8 horas, respiro tranquilamente por la nariz, los dolores de cabeza se fueron, mis ojos miran mejor, se blanquearon; mi cabello brillante está en su lugar y mi piel solo se sonroja por los halagos que ahora recibo por parte de quienes han notado mi evidente transformación tanto física como mental. 

Han pasado dos meses desde que transamos la apuesta. En mi hora del nuevo entrenamiento, Nico viene a verme y mientras estoy en el trote, me dice: ¡qué bien madre!¡qué bien! hace un gesto con su boca, como diciendo “lo está logrando”. Me ha visto comer tantos vegetales que ahora me pregunta cómo se preparan. Hacerme amiga de las legumbres, del apio y las espinacas no ha sido fácil, adaptar el paladar a un nuevo comienzo a veces sabe raro, pero el resultado es genial. Es como cuando inicias el entrenamiento con los “Rorris” de 54D, sabes que va a ser duro, solo con el calentamiento ya quedas cansada, para el segundo set no sabes si continuar, pero cuando terminas, el sudor cae como lágrimas de satisfacción, levantas los brazos y dices “juepúchicas” lo logré, y quedas llena de tanta dopamina que hasta te alcanza para compartir.

Así fue como comprendí que un abdomen de cuadritos, más allá de una silueta corporal, es sinónimo de disciplina, de hábitos serios y mente enfocada. Me veo bien, pero me puedo sentir mejor. Esto se construye cada día con dedicación, apartando a esas vocecitas que te dicen: hoy no lo hagas, quédate en la cama, comete esas galletas. Se pule con buena alimentación, sin dietas asfixiantes, pastillas milagrosas, ni torturas; apuntando no sólo a tener un cuerpo formidable, sino a alcanzar el bienestar integral que todo esto trae para la vida.

Hacer una hora de ejercicio, salir a trotar o a pedalear en bici no es un asunto de moda; ante todo, es un acto de amor, cuidado y respeto con nosotros mismos. Durante este tiempo, he podido entender que para ayudar a los demás primero debo volver a mí y vaya respuesta que me da la vida, en ocasiones me siento como Forrest Gump, voy corriendo y junto a mí, ahora también corre un grupo de personas que se ha inspirado con esta nueva fuerza que ahora soy.

Crecer desde la individualidad es importante, crecer en colectivo nos conduce a la grandeza como humanidad. Este reto que inicié con una inocente apuesta terminó contagiando a quienes me rodean, ahora me muevo con un grupo de mujeres emprendedoras, amas de casa, madres lactantes, mujeres con retos de salud y desafíos familiares. Mujeres que, como muchas otras, le dijimos adiós a las excusas, a la pereza, a la depresión y a la ansiedad. Nos decidimos por nuestra alegría, salud y autocuidado para nuestros nuevos y mejores días.

Siendo así, he ganado.

¡Una pizza de vegetales hecha en casa por favor!