viernes, 3 de diciembre de 2021
Doctor Carlitos
martes, 23 de noviembre de 2021
El horno - Por Felipe Andrés Herrera
El Horno – Por Felipe Andrés
Herrera
Participante del taller “Escribir:
el poder que llevamos dentro”.
Blas María, un hombre alto, acuerpado, de piel curtida por largas jornadas de trabajar la tierra, usa sombrero de fieltro, ruana y alpargatas. Con los años se acostumbró a subir la larga escalera con los guangos de leña a la espalda. Arriba, en el corredor de madera, ya se nota el ajetreo de la servidumbre. Ellas llevan harina, huevos, manteca, agua, calderos, hierbas y condimentos hasta el cuarto que llaman amasador. La Señora de la casa, cabello blanco, ojos negros, de mirada alegre, piel clara, su boca dibuja una sonrisa que deja ver una dentadura perfecta. Camina altiva con su vestido negro y delantal blanco reluciente. Saluda a Blas María y le dice que el horno está esperando para que lo caliente. La Señora sigue su marcha y va dando instrucciones. Luego, se aleja por el corredor.
Pausadamente
Blas María camina hasta el final del pasadizo y abre una vieja puerta que está
a la izquierda. Entra. El piso, a diferencia del corredor, es de ladrillo. Las
paredes que en algún momento fueron blancas, ahora están cubiertas por el hollín
de la ceniza y el humo. El techo tiene un tumbado de barro hasta la mitad de la
habitación. Arriba de la puerta, hay una ventana triangular. No hace falta
iluminar el recinto durante el día por toda la luz que entra por ahí. A la
derecha hay una gran mesa pegada a la pared, y al lado una estantería empotrada,
donde se colocan las latas con los manjares que luego serán horneados. Desde
ahí, Blas María, mira una tulpa grande de barro con tres bocas que evidencian
su uso desde hace muchos años. Aún hay brasas en la hornilla que sin afán
observa Blas. Justo frente a él, está el horno.
El
horno es un cubo pegado a las paredes, con casi dos metros de cada lado y unos
dos metros y medio de alto. Tiene su entrada que en la base está adornada con
una piedra tallada, plana y gruesa. Encima se puede ver el regulador de tiro de
la chimenea. Al lado izquierdo tiene una ventanilla pequeña, con un hueco en la
base que sirve para recoger la ceniza. A diferencia del resto de la habitación las
paredes del horno son blancas, con excepción de su entrada y el registro de la
chimenea. El interior tiene un diámetro de un poco más de metro y medio y su
altura es de un metro. Calentarlo para que esté listo, le tomará varias horas.
Blas
María acomoda la leña junto a la tulpa, revisa el hogar del horno, la puerta,
el registro y la chimenea. Junto a la puerta del horno, pone la escoba de
ramas, el atizador de hierro y la pala que sirve para meter y sacar las latas. Escoge
las astillas más secas y las coloca cuidadosamente en capas. Unas encimas de
las otras. Para finalizar una pequeña cantidad de leña y la enciende. Cuida que
el fuego las convierta en brasas. Dispone otra vez, con gran experticia, una
segunda tanda de leña sobre las brasas ya encendidas. Deja que todo se queme
despacio controlando el fuego con el registro de la chimenea. Abre la puerta
del horno cada cierto tiempo para verificar cómo arde la leña. Recuerda lo que
le dijo su padre cuando le enseño el oficio - Caliéntalo despacio, es como
mejor horneará-.
Ver
arder las brasas lo apasiona, le gustaría ser parte de ellas. Una vez la cúpula
del horno está colorada y desaparecen las sombras, esparce las brasas en el
suelo del horno para unificar el calor. Cierra el registro de la chimenea y la
puerta del horno. Luego de un buen rato, barre las brasas sin apagarlas con la
escoba de ramas, las ubica junto a la ventanilla lateral. Vuelve a cerrar la
puerta.
Blas
María toma un pedazo de papel. Abre la puerta del horno y lo lanza dentro del
hogar. El papel se quema inmediatamente. El horno está muy caliente, lo cierra
y espera. Abre de nuevo e introduce otro papel, esta vez se dora sin quemarse.
El horno está listo.
Desde
un sillón junto a la puerta, la Señora instruye en qué orden se deben hornear
los manjares. Primero las latas con los bizcochos calados, luego las carnes
preparadas. A continuación, los panes de yuca y otras pastas de sal. Luego el pan
francés, seguido del pan aliñado. Después los molletes y así en proporción las
galletas. Finalmente, cuando el horno esta tibio, los merengues. De cada manjar
se hornean varias tandas. Blas María sabe cuándo hay que atizar las brasas para
mantener caliente el horno y cuando meter y sacar cada lata. Mientras las
delicias se hornean hay tiempo para un café, cenar y descansar un poco. Saca
las primeras y mete otra tanda de latas al horno. Desayuna, saca otra tanda y acomoda
las brasas para mantener la temperatura del horno. Va por otras. Un café, dormir
un poco, otro café. Saca las ultimas latas de merengues horneados. Limpia y
deja abierto el horno para que se termine de enfriar lentamente.
Durante
el tiempo que Blas María cuida del horno, en el corredor, entre el cuarto del
horno y el amasador, tres mujeres prepararon sendas ollas de champús. Han pasado
tres días desde el momento en que Blas encendió el horno. El cansancio se le
nota. Mientras desayuna, en la mesa del comedor, observa cómo todo está
preparado. Con la paciencia y habilidad de quienes vienen haciendo esto hace
muchos años, más de una veintena de bandejas están cuidadosamente arregladas
con bizcochos, carnes, merengues, pasteles, empanadas, dulces y jarras con
champús. Listos para ser entregadas como es costumbre cada año, como presentes
de navidad y fin de año, estos manjares son la mejor muestra de cariño y aprecio
que la Señora les envía a sus familiares y amigos. Pocas veces compra regalos.
Blas
María se siente feliz de haber cuidado del horno. Al despedirse, la Señora le
agradece su colaboración, le paga y le entrega una canasta con algunos de los
manjares que ayudó a hornear. Él agradece con humildad. Baja la larga escalera
hasta el patio donde su mula estuvo amarrada desde que llegó. Acomoda la
enjalma, voltea, levanta la mano en señal de despedida y sale caminando a seguir
con su rutina en la vereda.
Tiempo
después, una mañana muy fría, Blas María se puso la ruana, tomó la jarra con
agua que estaba hirviendo sobre la pequeña tulpa, coló un poco de café, se
sirvió en una taza y lo acompañó con una allulla. Su esposa había muerto hacía
ya varios años y sus dos hijos ya habían hecho su vida lejos. Estaba acostumbrado
a la soledad que lo rodeaba. Terminó su café, cogió su azadón y salió al pórtico.
Cerró la puerta y se dirigió a su parcela a desyerbar y cuidar su cultivo de
papa. Al medio día, regresó a calentar su almuerzo. Al ver las brasas en la pequeña
tulpa y sentir aquel calor, cerró los ojos y se vio encendiendo el horno y sintió
el ardor de las brasas. Su rostro reflejaba una inmensa alegría. Un vecino lo trajo
de nuevo a la realidad, le traía una triste noticia. Se quedó mirando,
perplejo, a lo lejos.
Un
par de meses atrás, a la Señora de la casa el médico le había dictaminado un cáncer
gástrico muy avanzado. No había mucho que hacer. Ella, como toda su familia,
era muy creyente, dejó su salud en manos de Dios, arregló su testamento, y
esperó, dedicada a la oración, su muerte.
Blas
María, abre el mueble junto a la cama y saca el traje negro que ha usado desde
el día que se casó. El mismo con que bautizó y acompañó la primera comunión de
sus hijos y que lució el día del funeral de su esposa. Con paciencia lo limpia
y busca una camisa que pueda usar. Se arregla la única corbata que posee. Se
dirige a la iglesia donde se realiza la ceremonia fúnebre. Hay mucha gente,
incluso afuera. Desde la puerta observa el féretro delante del altar, está
rodeado de arreglos florales. La Señora era muy querida en la comunidad. Al
terminar la ceremonia acompaña a pie la larga caravana que se dirige hacia el
cementerio. Observa el entierro y espera que la multitud se retire para
acercarse. Da el pésame y ofrece sus servicios a los herederos. Recibe una respuesta
escueta - ya no lo necesitamos, vamos a modernizar la casa -. La Señora era la última
persona que gustaba de la tradición. Los tiempos cambiaron. Blas María los mira
cómo se alejan entre los mausoleos.
Saca
de un bolsillo un paquete arrugado de cigarrillos y unos fósforos. Toma uno, lo
pone en su boca, raspa un fósforo en una lápida junto a él, lo acerca al
cigarrillo y toma una larga bocanada, la expulsa lentamente como cuando la leña
en el horno ha empezado a arder. Echa humo y empieza a calentarse. No volverá a
ver el horno. No lo volverá a calentar, no hay otros hornos. La tradición ha
muerto con la Señora. Siente que su oficio ya no tiene sentido. Camina mientras
ve consumirse el cigarrillo entre sus dedos. Cuando la ceniza cae al suelo toma
una decisión.
Entra
a su casa, ve la pequeña tulpa con las brasas casi apagadas. Empieza metódica y
cuidadosamente a acomodar astillas para avivar el fuego. Dispone sus cosas alrededor
como hacía con la leña al iniciar el calentamiento del horno. Ve como el fuego
comienza a tomar forma. Sale al pórtico, cierra la puerta y espera. Pronto las
llamas empiezan a sobresalir del techo. Abre la puerta y al ver las brasas sabe
que es ahí donde debe estar. Recuerda el papel que se quema al ponerlo en el
horno cuando está muy caliente, quiere ser ese papel. Entra y cierra la puerta.
Ahora vive en el horno.
jueves, 18 de noviembre de 2021
Catársis en Carnaval - Autor: Andrés Palomino
¡CATARSIS EN CARNAVAL! – Por: Andrés Palomino
Participante del taller “Escribir:
un poder que llevamos dentro”, proyecto ganador de la convocatoria "Cultura Viva 2021" de la Dirección Administrativa de Cultura de Nariño.
El destino de los hombres se desvanece
algunos días. He vivido en la incertidumbre durante mucho tiempo, como los
gallinazos que salen a buscar su alimento. Tal vez esté herido por todo lo vivido.
Tal vez sean instantes para no moverse más.
Lúgubre es el día. Lúgubre la noche. Rostros
y pasos de melancolía circundan la habitación a cada instante, bajo una penumbra
hostil. Sin embargo, el fiel reflejo de las sombras no me acompañará jamás. Después
de muerto ya nada importa. No hay ninguna ventaja en morir de un ataque al
corazón o como un siervo en el Serengueti, con una mordida en el cuello y en
fracción de minutos desmembrado mordisco a mordisco.
La rutina había llegado a mi vida. Ocho
horas de arduo trabajo. Tomo la ruta del bus, que se encuentra a quinientos metros
de donde vivo. Llego al trabajo. Reviso el movimiento diario. Recibos de caja,
comprobantes de egreso. Las mismas preguntas de todos los días. ¿Hicieron
firmar los cheques al doctor Humberto? ¿Cuánto recuperó Carlos de cartera? ¿Ya
llegó Patricia? ¿Ya pagaron la nómina?
Carlos, el asesor comercial es un
compañero muy particular. Estudió una Maestría en Artes. Me comenta que no
siguió pintando desde el momento en que nació su primer hijo. Como “cogió responsabilidad"
se alejó del mundo artístico. Me colabora con el registro de los inventarios y
los costos de producción. Después de entregar el informe de ventas se acerca a
la ventana que se encuentra al lado de mi sitio de trabajo. Mira el horizonte,
respira profundamente cuando mira las montañas verdes, los árboles, el
firmamento azul, el sonido de los pájaros. “El impresionismo” ¡Exclama! Lo miro
sin interrumpir el ritual sagrado que realiza todos los días en la ventana.
Siempre lo motivo para que en algún momento vuelva a pintar.
Soy afiliado al Círculo de Lectores. En
una de las revistas que llega mensualmente, en la sección de novedades del
trimestre, aparece un título que me llama la atención: “Historia del Arte”, seis
tomos por valor de $350.000. Cuando llega Carlos, de forma apresurada, me
levanto de la silla y le digo con prisa: “mira lo que encontré en la revista.
Historia del Arte”. Carlos abre los ojos, se deslumbra al conocer la noticia. “Es
maravillosa”. Lo increpo “¿Carlos por qué no compras la enciclopedia?”. Carlos
me mira con tristeza. Me contesta: “está muy cara". “Es tú felicidad y puedes
pagarla por cuotas”. Carlos me responde que es el valor de un mes de remesa
para su familia.
Finalmente compra la enciclopedia. El día que
llegan los libros los recibe y empieza a acariciar, uno por uno. Me abraza
fuertemente como en señal de agradecimiento.
Al día siguiente, Carlos me comenta que empezó
a leer los libros hasta altas horas de la noche. Siento que se está conectando nuevamente
con el Arte. Y me alegra mucho, Carlos vuelve a sentir la vida.
Una tarde, después de tomar café y hablar
de la Historia del Arte, de costos de producción, de ventas y de las novias que
ya no están, me hace una invitación. Carlos me dice que, junto a unos amigos de
él, están elaborando una comparsa en el Salón Comunal del Barrio Miraflores, una
comparsa para participar en el Carnaval de Negros y Blancos. Me comenta que les hace falta una persona de
estatura alta para cargar una figura. Sin pensarlo demasiado le digo a Carlos: “¡Con
mucho gusto!”. Mis expectativas respecto a esa invitación me generaron
demasiadas emociones, como el día en que conocí a Ángela María.
Ese diciembre se pasó muy rápido. Nos confirman
que la participación es en el desfile del seis de enero, el día más colorido y
de mayor participación de artistas, carrozas, comparsas y danzantes.
Asiste mucho público, tanto de la ciudad,
como de distintas partes del país y de todo el mundo. En los días de carnaval
la ciudad se transforma y todo es alegría. Años atrás siempre tuve la inmensa
curiosidad de vivir el carnaval desde adentro. Cuando era espectador del
desfile siempre sentí una energía distinta a las demás personas. Este era el
momento de demostrarlo, formando parte de una comparsa.
El día anterior nos llamaron para
entregarnos el vestuario. Teníamos que asistir al Salón Comunal del Barrio
Miraflores. Cita a la cual llegué muy
cumplido. Pregunto por Carlos, y lo miro con un overol, unos guantes y una
figura en la mano derecha. Me hace una señal para que siga. Le entrego una
botella de aguardiente y un pollo asado que compartimos con todos los miembros
del taller.
Mi intención era ir, recibir el vestuario,
entregar el refrigerio, regresar a casa y dormir temprano. Cuando pasa un
muchacho de los del taller y me dice: “Haga un cuy". Le respondo que no soy escultor. “Eso es
fácil”. Me pasa un pedazo de icopor y
una lija. Empiezo a intentar a tallar el cuy. Dos horas más tarde mi obra de
arte es aceptada. Son las nueve de la noche y me dicen que ayude a empapelar
con papel encolado. Ya es media noche. Me asignan otras responsabilidades: pintar,
cortar madera, espuma y cartón. Pregunto la hora, son las cinco de la mañana. Decido
ir a dormir un poco a mi casa. Llego a las siete de la mañana al sitio de
concentración del desfile, al Colegio Champaganat. Me reúno con los artesanos,
todos van vestidos de carnaval. De una volqueta comienzan a bajar las figuras,
que de forma muy lenta y delicada se colocan en el piso. Son seis figuras en
total.
Cada uno de los participantes empieza a
cargar lo que le corresponde. Me ayudan a cargar la asignada para mí. Son dos
campesinos con sombrero, subidos en un caballo. Siento un gran peso sobre mis
hombros, como si me hubieran pegado con un martillo al piso. Pregunto a mis
compañeros y me dicen que la figura quedó “un poquito pesada" solamente 42
kilos. Miro a mi alrededor, está lleno de espectadores. En ese momento pienso
lo difícil que será llevar la figura durante los siguientes siete kilómetros que
tiene el desfile. Hasta cuando llega la murga y salgo bailando como “vaca loca
en fiesta de pueblo”, danzando en zig –zag. Uno de los compañeros se acerca y
me dice al oído “Verás que el desfile es largo. Apenas estamos iniciando”
El desfile continúa. Atravesamos el Parque
Nariño. Observo que el público se multiplica de forma exponencial. Siento dolor
en mis hombros. El público aplaude, me anima y me da fortaleza para continuar.
Escucho mucha algarabía. Todos los gritos
están ahí “Viva Pasto carajo”, “Viva el seis de enero”, “Viva el artesano
nariñense”. Llegando a la Universidad Mariana
aún faltan dos cuadras para terminar el desfile. Uno de los compañeros
se acerca y me dice “me la haces cargar un ratico”. Lo miro a los ojos y le
digo ¡Claro!
Termina el desfile. Nos ubicamos en una
acera. Se descargan todas las figuras. Miro a mi alrededor el rostro de mis
compañeros, cansados, pero con la satisfacción del deber cumplido. Interactúo
con un señor que está sentado al lado mío y le pregunto ¿En qué trabaja?, me
responde que en zapatería, le digo que cómo se sintió en el desfile, me dice:
“Bacano. El día de hoy me hicieron sentir una persona muy importante. ¡Cuánto
aplauso!”. Me despido de Carlos y les agradezco a todos ellos por la invitación.
Me dicen “para el otro año ya lo llamamos. Ha sido de ambiente usted”.
Llego a casa aún escuchando todas las
voces del carnaval, con el cuerpo adolorido, pero extasiado, deseando que esa
historia tal vez no termine nunca. En mi propio silencio solamente pienso: “¡el carnaval me prolongó la vida!".
domingo, 14 de noviembre de 2021
La música de Jorge
Un texto de Mónica Liliana Benavides Benavides - Participante del taller "Escribir: el poder que llevamos dentro". Proyecto ganador de la convocatoria "Cultura Viva 2021" de la Dirección Administrativa de Cultura de Nariño. Taller orientado por el Comunicador y Escritor Gustavo Montenegro Cardona.
Sus pies conocieron los zapatos cuando cumplió trece años de edad. Desde que nació, Jorge anduvo descalzo.
Cuando
era niño, “bien chiquito” como él dice, se despertaba desde las cuatro de la
mañana. Salía caminando con su hermano Wilson y su primo Lucho, a pie limpio,
desde su casa en el centro de Mocoa y atravesaba el monte selvático del
Putumayo hasta los límites de Pitalito, en el Huila, en busca del remedio que
por cuatro meses tuvo que tomar su madre Dolores Vallejo.
Los
médicos la habían desahuciado. En el hospital dijeron “llévenla a la casa, ya
no gasten más plata”. Un domingo la tos agobiante la ahogaba. Su esposo
desesperado salió en busca de ayuda. José Liñeiro alias el español, amigo de la
familia, le dijo: “Humberto vení. ¿Por qué no la haces ver a doña Lola con el
Santiago Mutumbajoy? Jugáte la última carta. Nada se pierde, él está aquí en el
pueblo”.
Humberto rápidamente trasladó a su
esposa Lola hasta donde se encontraba el “curandero”. El Taita Santiago,
indígena y sanador tradicional, la tomó de las manos, la miro a los ojos y le
dijo a Humberto, sin titubeos: “Yo la curo, pero eso sí, tienen que ir todos
los días por el remedio. Esto es un tratamiento largo”.
Humberto debía trabajar y no tenía
tiempo para ir diariamente por la cura prometida, entonces decidió sacar de la escuela a Jorge
y a su hermano Wilson para que ellos fueran los encargados de ir por el remedio
y traerlo sagradamente a casa todos los días. “Tocaba a pata. En ese tiempo no
había carro. Nos echábamos casi cinco horas hasta llegar donde Santiago. Allá
preparaban un revuelto de hierbas, lo llenaban en las botellitas que llevábamos
y corra de regreso a la casa”. Al ser retirado de la escuela, Jorge, que era un
estudiante destacado, perdió el año al igual que su hermano. En recompensa para
su tranquilidad, su madre vivió otros treinta años más. La toma constante del
remedio la curó, tal como lo prometió el Taita Santiago.
Durante la vigilia del cuidado de su
madre un popurrí musical sonaba en la casa. Con los ojos aguados y a veces
sonriente, Jorge recuerda que “escuchábamos música en un radio pequeñito, la
panela le decía mi papá”. Ecos del Combeima, La Voz del Cinaruco, Radio Santafé
y Radio el Sol de Cali, eran las emisoras que la panelita captaba y a las que
Jorge, junto a sus hermanos, llamaba por cinco centavos para que los
complaciera con sus melodías favoritas.
Hace poco, Jorge cumplió sesenta y siete años. Igual que en septiembre, se prepara día a día con su repertorio decembrino. Lleva una década reuniendo la música que le recuerda a sus padres y su niñez. Durante años compró cientos de CDs en la calle, tan pronto pillaba esas canciones de sus recuerdos, adquiría los discos y los pasaba a su carpeta “Mi música” en el computador. Año tras año ha venido acumulando recuerdos con la música que su hermana Miriam también recolecta y le comparte.
Hoy se sirve de la tecnología.
En Spotify aprendió a crear su playlist
y hasta los navegadores le ayudan a identificar sus canciones preferidas con solo acercar el celular a un
parlante. “Pero en esas cosas no está todo. Algunas canciones que me
gustan no salen. Vea, por ejemplo, el “Copito de nieve” de la Ronda Lírica, esa
es viejísima y solo está en el Youtube”, reniega.
A todo volumen suena “El mecedor”,
“El aguardientero, “El malicioso”, la original “María Teresa” de Leonel Ospina,
“El mes de la parranda” y no puede faltar “La muy indigna” del caballito
Garcés. “Palomita, paloma morena, paloma morena que el vuelo emprendió”, canta
Jorge lo mismo “Bomboncito” de Los Alegres del Valle o “Dame tu mujer José”.
Con la mirada en el pasado afirma que “esta canción se seguirá escuchando hasta
que desaparezcamos” y continúa “Tengo el gusto de haber bailado toda esta
música en mi juventud”.
“La Red”, así se llamaba la
discoteca de Mocoa donde Jorge disfrutó de todo el repertorio bailable de sus
añoranzas. Los temas que le faltan en su archivo musical los anota a mano con
su caligrafía impecable. Le pide ayuda a la madre de su nieto para sacarlos del
Youtube, convertirlos en mp3 y sumarlos a la lista de más de mil canciones que
va ordenando y clasificando: tríos, boleros, merenguísimas, diciembre,
pegaditas pa´bailar, carnavales y villancicos.
Jorge cree que “el que no baila está
música es un tullido”. Su esposa Dory Bernardita, amante de Camilo Sexto, Los
Moros, Ana Gabriel y los diplomáticos, mientras sirve el café le dice entre
dientes, “ya empezó don hombre, don cansón con su sonsonete”.
En 1960 su padre, Humberto Arcos
Murillo, fue el primero en vender música en Mocoa. Montó el almacén musical
“Opera”. “Había discos de 78 revoluciones y Long Play de 45. “A veces nos sacábamos los discos para regalárselos
a las novias”, rememora Jorge con una picardía ligera. La “Ópera” sonó hasta que, veintidós años
después, su padre se fue bailando al cielo.
Toda esa música acumulada en su
memoria, todo el repertorio de boleros, villancicos, cumbias, merengues, sones
tropicales y caribeños, se quedó para siempre en la mente matemática de Jorge,
quien encuentra alivio para calmar dolores, penas y pobrezas de su infancia, en
cada fragmento de esa música que además de hacerlo bailar, también lo
mantiene entretenido. Hoy su nieto Nicolás tararea las mismas melodías, a sus
dieciocho años mueve los hombros y a veces acompaña con silbidos las canciones
guapachosas con las que creció, aquellas músicas con las que su abuelo lo
paseaba para ir por un helado de la 21 o para que cayera profundamente dormido
cuando era un bebé.
Tanto aprendió a amar su sonsonete,
que durante años regaló copias de CD con la música elegida a sus familiares y
amigos. El ritual comenzaba en noviembre con la firma a mano de cada copia y
luego una ruta de distribución que le alegraba el alma. Ahora, Jorge se alista
para dar un vuelta en su Volkswagen blanco. Se cerciora de llevar las memorias
USB con todo su repertorio. Al final del recorrido las guarda en un frasco
decorado con croché que Dory, su esposa, tejió para él.
martes, 9 de noviembre de 2021
Desde la raíz hasta los frutos
Por: Gustavo Montenegro Cardona
Surcar la tierra, abrirla, rasgarla, hurgar en sus
profundidades implica cierto acto de violencia contra el suelo y evidencia un
sacrificio silencioso de aquello que consideramos inerte, frío, ausente de
dolor y carente de nerviosismo. Sin embargo, el que labra conoce de la vida de
la tierra y ella, a su tiempo, reconoce las manos que la sacuden para
encargarle la misión de que las semillas que ahí dormirán emerjan con los
frutos prometidos por la sabia naturaleza.
Eso lo saben Santiago, Lucas, María Fernanda, Nirvana,
Julián, Ángela y otros y otras soñadoras más, sembradores y sembradoras que
desde hace algunos años cargaron sus maletas de hombres y mujeres viajeras, de
músicos sensibles, de artistas libres, con semillas de música, pedagogía,
educación, conciertos y festivales. Estos sembradores, atrevidos como lo son
los gestores culturales, lanzaron sobre el incierto suelo de la promoción de
escenarios para la formación de públicos y la proyección de la música andina,
semillas repletas de charangos, guitarras, bombos, zampoñas, voces, cantos y
gritos en memoria de aquellas músicas con las que nacieron, crecieron y
viajaron por el mundo.
De esa siembra, del disciplinado hábito de regar, nutrir
y amar la tierra cultural, nació el Festival Raíces Bogotá Andina, un encuentro
en donde la música andina y la memoria de los cantos latinoamericanos, tiene un
refugio, un lugar querido, un árbol del que ahora brotan deliciosos frutos.
Del 17 al 23 de octubre vivimos la quinta edición del
“Festival Raíces - Bogotá Andina”. Una semana, siete días, más de 28 horas
continuas de conciertos virtuales que convocaron a una diversidad de artistas y
públicos responsables de sostener en el tiempo la herencia de las músicas
ancestrales, el legado de los cantos que nacieron en las cordilleras, que se
mecieron en los valles y que se escucharon durante años a las orillas de los
ríos, en medio de los páramos, frente a lagos y lagunas.
El “Festival Raíces – Bogotá Andina”, es una iniciativa
de la Fundación Social “Sembrando Camino” y cuenta con el apoyo de IDARTES
desde la Alcaldía Mayor de Bogotá, en alianza con un grupo de amigas y amigos
que promueven el amor por la música de los altiplanos, por este género que
muchos creyeron había quedado en la nostalgia de agrupaciones tradicionales que
parecían haberse echado en el olvido de otros mochileros y caminantes. Sin
embargo, la visión cuidadora de quienes diseñan, convocan, promueven y expanden
el “Festival Raíces – Bogotá Andina” justamente ha permitido una siembra
juiciosa que con el tiempo nos permite comprender que hoy la música andina y
latinoamericana sigue vive, se manifiesta desde distintos géneros y mixturas, y
está hecha por manos y voces provenientes de diferentes zonas del país y del
mundo.
Agrupaciones de Pasto, Sibundoy, Chile, Tarquí en el
Huila, Sesquilé, Perú, Sibaté y Bogotá. Sonoridades que conjuntan la música
clásica con los ambientes andinos de la guitarra nostálgica y el charango
ancestral; fusiones de rock, pop y carrilera fundidas con waynos, baladas,
valses, danzas místicas, cantos rituales, flautas inmortales, letras profundas
y amorosas con cantos rebeldes, convocantes; lo mismo una protesta por allá que
un san Juanito festivo por acá. Niños, niñas, jóvenes y adolescentes soñando
con ser grandes artistas de las músicas hechas con vientos que se mecen en los
volcanes de estos Andes majestuosos; grandes artistas andinos siendo niños,
niñas y jóvenes que juegan con sus manos, sus voces e interpretaciones para
recordarnos que la libertad es un niño dando saltos entre páramos y
frailejones.
A la quinta versión del “Festival Raíces – Bogotá Andina”
llegó toda esa riqueza de manifestaciones artísticas a través de 18, léase
bien, 18 diferentes agrupaciones que simbolizan la manifestación presente de la
música andina y latinoamericana.
Desde los grandes nombres como Elizabeth Morris, los
persistentes Illary, los clásicos Kapary o los ya recorridos por cientos de
escenarios como Guafa, Bambarabanda o la Banda de Flautas, Chicha y Guarapo,
pasando por expresiones que recién han visto la luz como Kaipimikanchi o
Runakam, este festival también abrió las puertas a las agrupaciones nacidas en
el seno de los procesos de formación como la memorable Orquesta Andina Almma
Cenzonte o los gigantes soñadores de Inti Ñan, Ñambi Kuna y Purikuna.
Ahí está la necesidad, pertinencia y sentido para que un
proyecto en permanente construcción y crecimiento como el “Festival Raíces –
Bogotá Andina” perdure en el tiempo, se expanda, crezca y otorgue nuevos
frutos: su valor diferencial, la articulación entre los procesos formativos y
la gestión de nuevos semilleros de manifestaciones musicales; la aceptación sin
dogmas de nuevos géneros, la calidad de sus músicos invitados nacionales e
internacionales, la convocatoria para descubrir nuevos talentos, la pulcritud
en la realización sonora y audiovisual, el esmero y el amor de estos
sembradores de futuro que hoy verifican que sus semillas tejieron profundas
raíces en la tierra y que hoy el árbol de la vida musical creció arrojando apetitosos
y jugosos frutos.
En medio de la incertidumbre que aún nos persigue
esperamos que la versión 2021 haya sido la última sesión virtual del festival.
Desde ya soñamos que en 2022 un privilegiado teatro sirva de escenario para
albergar la sexta edición de este encuentro de mundos posibles, de este espacio
donde se siembra todos los días para que las audiencias y públicos puedan
recoger los frutos musicales de su mayor querencia andina.
miércoles, 3 de noviembre de 2021
Refugios Climáticos
viernes, 22 de octubre de 2021
La Ofrenda de Luis Ponce
martes, 28 de septiembre de 2021
Lo que no he podido olvidar
![]() |
Así anunció la prensa regional la muerte de Jesús María Valle |
martes, 19 de enero de 2021
Martha Ruano: como un pájaro libre
Por: Gustavo Montenegro Cardona – Voces de Nariño
Desde pequeña aprendió a volar como los pájaros. Como si fuera la fecha de su nacimiento, recuerda que el 22 de junio de 2019 ingresó al Colectivo Escénico Teatro Transeúnte, ese nido donde le terminaron de poner las alas a su libertad de movimiento, a su expresión corporal, a sus ganas de conquistar el mundo desde las tablas, los escenarios y las nubes.
Es delgada, delgadita. Es una Martha de ojos grandes, de
cabellos negros, boca de niña; lleva una sonrisa que parece haber estrenado
hace pocos días. Ella desde siempre y ahora todos nosotros, le debemos a Sofía
Estrada - una compañera del colegio de Martha -que la haya convencido de
asistir a un ensayo del colectivo especializado en circo, teatro y clown, pues
esa invitación se convirtió en este presente inimaginable y espera Martha que
también haya sido la puerta a ese futuro que la llena de ilusión, aunque nada
de esto estuviera en sus planes de adolescente.
Se despliegan las telas acrobáticas, se abre el escenario,
rueda la transmisión. Señoras y señores, carnavaleras y carnavaleros del mundo,
con ustedes, Martha Elena Ruano Delgado. Martha actriz, Martha acróbata, Martha
y sus 16 años. Martha estudiante del Liceo de la Universidad de Nariño, Martha
la niña que pudimos ver y escuchar, pese a todo, a través de cientos de
pantallas desplegadas por el mundo entero; Martha la niña suave que tuvo la
responsabilidad de ser el personaje principal de la puesta en escena construida
para darle vida a la nueva historia del Carnaval de Negros y Blancos en su
versión 2021, un hito que se recordará, para bien o para mal, como el más inesperado
de los tiempos modernos.
Ahora Martha se llama “Zoila María Rosero”. Se ríe con
gracia. “Así bautizaron a mi personaje”, dice la novel artista, la misma que
junto a otros treinta actores y actrices provenientes de diferentes
agrupaciones teatrales, al igual que alguna gente que incluso nunca antes había
actuado, estuvo dispuesta a escribir una obra colectiva que diera cuenta del
sentido mayor de la expresión patrimonial que es este carnaval, enfrentado como
nunca, al enorme desafío de ser contemplado, vivido, disfrutado, jugado desde
la virtualidad a la que nos sometimos en los inciertos días del confinamiento
global.
Durante un poco más de un mes los teatreros, acróbatas,
actores profesionales y naturales, dispusieron todo su tiempo, esfuerzo,
carisma, pasión y amor por el carnaval y la escena, para elaborar un guion
conjunto que sirvió de base que narrara día a día los momentos más
significativos de cada fecha festiva, en cada tarde carnavalera que construyó
una nueva senda, una nueva calle, un nuevo lugar para jugar con el mundo al
revés.
“Quiero a Martha en este personaje” fue la sentencia de
Piero Hidalgo, el profesor de artes de Martha durante los últimos cinco años y
Director General de la pieza teatral tejida con retazos de memoria, de
fantasías cultivadas en el país de las nostalgias, y con la herencia de los
carnavales acumulados.
Sonrojada e incrédula, Martha recibió la noticia de su
designación como uno de los personajes principales de la puesta en escena que
serviría como hilo conductor de un relato montado para el gran teatro virtual.
“Tendrás que encarnar la esperanza de los carnavales” fue la palabra final,
como si se tratara de un designio venido de otro mundo. Llegó así, de nuevo, la
hora de ser valiente, un nuevo tiempo para saltar desde la tela acrobática
hacia el vacío de la que sería para Martha: “la mayor hazaña de mi vida”.
Con el boceto listo, las marcaciones de la improvisación
preparadas, el trabajo colectivo diseñado y el tiempo contando cada minuto
hacia adelante, llegó la hora para que Pericles Carnaval anunciara el comienzo
de la fiesta magna del sur. Entonces, Martha
dejó de ser ella desde las cinco y treinta de la mañana, la hora dispuesta para
concentrarse y ensayar. Ahora, Zoila María Rosero debía ensayar cada uno de sus
movimientos, cada paso, cada salto, cada juego para explicar, desde el acto
libre de la dramaturgia, el inacabado relato del Carnaval de Negros y Blancos,
fiesta popular, sin pueblo; fiesta de la calle con aceras vacías; fiesta de la
gente, sin gente.
Martha, vuelo de ave ligera, encarnó a la nieta encargada
de conocer la historia de sus abuelos carnavaleros responsables de evocar la
nostalgia de las fiestas que fueron y que, seguramente, ya no serán iguales
¡jamás! A ella le correspondió ser todas las miradas, todos los jugadores, todo
el pueblo. Martha, siendo Zoila, danzando con los colectivos coreográficos que
se juntaron, como tal vez nunca ante los habíamos visto en un solo ensamble de
música y danza en un evidente mensaje de colaboración, solidaridad, hermandad
cultural y resistencia ante estos tiempos llenos de zozobra.
Zoila en el cuerpo de Martha untando cosmético, dibujando
pinticas y caricias en nombre de cada carnavalero que se quedó guardado en casa
con la algarabía engavetada, con las ganas de salir a jugar en la plaza. Zoila
y su familia siendo la familia Castañeda que es la síntesis de las familias del
sur, de las familias que generación tras generación procuran preservar la
memoria de la fiesta. Zoila heredando la máscara del pueblo, bailando en nombre
de todos, cantando en nombre de todas, Zoila María Rosero, el personaje
encarnado por Martha echándose a la espalda el peso de ser testigo fiel de este
carnaval sin precedentes.
Facebook Live On. Señal al aire, pantallas encendidas, celulares navegando en las anchas
autopistas digitales y luego de un par de horas ya estaba todo resuelto, todo
ya se había visto, todo se había contado. Así pasó el 2, el 3, el 4, el 5. Así
le pasó la vida a Martha, así nació y creció Zoila María en el maternal vientre
de una Concha Acústica dispuesta para darle vida a un carnaval que tuvo que
adaptarse a las nuevas condiciones de la convivencia colectiva.
Agotada por las extenuantes jornadas el personaje de
Martha cayó en un profundo sueño del que parecía no poder ni querer despertar.
Por más que lo intentaban, los cusillos, esos seres carnavaleros vestidos con costales
que hablan el lenguaje de los monos de la selva, no lograban que abriera sus
ojos. Era la mañana del seis de enero, un seis como ninguno, un día cubierto
por nubes tristes. De repente, el espíritu carnavalero, esa fuerza
indescriptible, esa presencia ausente de materia, esa energía que se dispersa
en el aire de Pasto y que atraviesa calles, talleres y casas, contagió a esta
niña heredera de la tradición. Así pudo asistir a un desfile inventado, a una
senda imaginada por donde transitaron murgas, disfraces, minicarrozas, gente
juguetona, un público que simuló revivir el día magno como si el sueño
permaneciera vivo en la memoria de Martha, ave durmiente.
Zoila María, elevada por los brazos de sus compañeros contempló
desde la altura el mundo al revés. Contó lentamente: uno, dos…tomó aire, le
agradeció a su Maestro Oscar Martínez, el director de toda la vida y se lanzó
como el pájaro libre en el que se convirtió después de todo ese tiempo de vivir
en su propia piel este carnaval que parece no tendrá el mismo nombre de siempre.
Mientras permanecía en el aire soñó con llegar a ser “la Reina más pastusa” del
carnaval, una mujer guardiana de la historia, el sentir y el saber de esta
fiesta que con el peso de la esperanza llevó Martha Ruano, ave carnavalera,
sobre sus hombros.
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