La Maestra Dayra Benavides, artista y cultora del Carnaval de Negros y Blancos, con sombrero, trenza y su traje ritual. Fotografía de: Zico Rodríguez
Una sobrina desea guardar como recuerdo el sombrero de su tío. La sobrina nostálgica acude a sus otras tías para pedir que el sombrero de paño con el que su tío labraba la tierra de lunes a sábado le fuera donado como un gesto de herencia familiar. Una de las tías le cuenta que los sombreros del diario, los que su tío, los otros hombres y muchas mujeres usaban en el jornal, se acababan con el tiempo. Se usaban de tal manera que al final de sus días no quedaba ni el filo.
Ella, triste, ahora pregunta por el sombrero de los domingos. Busca, de alguna manera, recuperar el sombrero que el pariente reservaba para las misas, las fiestas, las ceremonias trascendentales y los días de guardar. Parece que el sombrero que el hombre lucía orondo cuando salía de San Juan para pasear por el Parque Nariño para luego subir a la casa de Santiago agotado por los calores de los días veraniegos o ensopado por las lluvias de abril, ya tiene dueño. Alguien ya lo exhibe como reliquia en algún altar casero.
Por las calles, las aceras y las plazas de Pasto, pasaban los hombres luciendo los sombreros que se fabricaban en Pasto, en la Escuela de Artes y Oficios, en las casas, en las instituciones educativas, en los patios dispuestos para la fabricación de la prenda que con el tiempo se fue quedando colgada de los percheros.
También le cuentan a la afanada sobrina que ya nadie quiere usar sombreros para trabajar. Ahora prefieren las gorras. Esas cachuchas son más prácticas. Nadie se las roba. A cualquier mayor que ven por ahí en la calle medio descuidado, los de las motos pasan como endiablados y les arranchan los sombreros bonitos. Los sombreros que antes nos tenían sin cuidado ahora se convirtieron en prenda de lujo. Hay quienes urgan en abandonados baules tratando de descubrir alguna antigüedad que sirva como renovado artículo de moda. Entonces se encuentran con los sombreros de las abuelas, los limpian, los decoran y salen a lucirlos por las calles provocando admiración en los nuevos espectadores que se maravillan por la belleza.
Llega, como envuelto entre el soplo del viento ligero y el aroma del eucalipto, la imagen de Don Aníbal, nuestro vecino, el carpintero. Lo miro en el recuerdo con el sombrero verde, de ala corta, cinta negra en el medio y un botón plateado que amarraba la cintilla como un golpe de pequeña vanidad. Lo recuerdo trabajando siempre con el sombrero puesto. Si Don Aníbal se quitaba el sombrero se convertía en otra persona. Sin sombrero su rostro era diferente. Distinto era el hombre cuando dejaba ver su cabeza despoblada. El sombrero empolvado y cubierto de aserrín se convirtió en símbolo evidente de su personalidad. Él mismo, al enterarse de que lo elegimos como personaje para el primer "año viejo" que fabricamos en casa con todas las de la ley, nos regaló un viejo sombrero de paja que terminó en la hoguera. También lo observo en sus domingos. Traje sin corbata. Camisa blanca abotonada entera. Bigote pulido y un sombrero negro que era diferente al que llevaba en sus días de trabajo en la carpintería. Ala más ancha. Negro entero hasta la cintilla. Paño fino cuidado con una ceremoniosa amabilidad.
En el barrio crecimos viendo a hombres que llevaban sombrero, su figura nos inspiraba respeto y cordura.
Sombrero llevaba Don Guillermo, otro vecino que también vestía de ruana y en su altura de gigante el sombrero era el punto final de su distinguido porte. Sombrero lucía mi abuelo José. Lo usaba para ir a la mina de las tierras cálidas. De pequeños admirábamos el famoso sombrero "Cuatro Bollos" que sirvió para inmortalizar la figura de Baden Powell, el fundador del Escultismo. Tal vez por eso, por estar rodeados de sombreros, mi hermano eligió recolectar todo tipo de ellos para constituir su propia colección de cubre cabezas. De adolescente compré un sombrero en Medellín. El pobre terminó abandonado en una fiesta para el olvido.
De La Guajira traje un sombrero de palabrero. El sombrero carnavalero que le regalé a mi padre en el último enero que pasamos juntos, quedó como recuerdo colgado junto al de charro, a un aguadeño, un vueltiao, uno de poeta y otro al que nunca le apareció dueño. En casa hay cuatro sombreros. El que más me gusta es el que luce Mónica, mi amor bonito, es un sombrero sandoneño adornado de pompones que ella misma tejió con sus manos de mujer carnavalera. También hay un sombrero de iraca que desempolvamos cada enero para jugar en los carnavales. Lleva un año de espera queriendo retornar a su misión.
Pasto, la ciudad creativa de ayer y de siempre, era a comienzos del Siglo XX, junto a Sandoná y La Unión, uno de los epicentros de producción de sombreros más importantes de Colombia. Así lo recuerda el investigador Carlos Emilio Salas Gómez en sus estudios sobre las labores artesanales en la capital de Nariño. "El campo de los oficios, que observó mayor impulso gubernamental desde los inicios del siglo XX y hasta finales de la segunda década, fue la enseñanza del tejido de sombreros de paja toquilla. En los fondos Cabildo de Pasto, Provincia de Pasto y Gobernación del Instituto Municipal Archivo Histórico de Pasto y en el Archivo Central del Cauca, reposan algunos documentos que sustentan esta actividad", afirma el docente que pone en evidencia la manera en que el oficio de tejido de sombreros alcanzó el estatus de próspera industria por el nivel, calidad y apropiación de la producción del distinguido accesorio.
Me gustaría traer un sombrero de Otavalo y si viajara a España, traería de regreso un sombrero de Picador. Ahora recuerdo la exquisita historia del “sombrero de Mambrino” que en Tumaco me contó el Maestro Guillermo Zúñiga, quien portaba en su cuello un dije del yelmo quijotesco. La disparataba manera en que Don Quijote usa la bacía del barbero para cubrir su cabeza argumentando que había encontrado el “Yelmo de Mambrino” antigua joya que, hacia invulnerable a quien lo llevar encima, me evoca a aquellos sombreros que en la literatura también han sido protagonistas.
Si valor tiene el portador del sombrero, cuánto también de ello reside en las manos de quienes los elaboraron en el siglo pasado y de quienes aún conservan el oficio, con el convencimiento pleno de su uso práctico y estético. Para el lujo, como producto para la moda, hecho a mano, tejido, cosido; de iraca, paño, lana o mawisa, de fieltro, cuero, cañaflecha o tela, el sombrero es una de esas piezas que nos acompaña, que nos rodea, que está más cercana de lo que creemos y que durante siglos se ha constituido en un elemento que cobija sentires, memorias y añoranzas.
Ellas y ellos, artesanas y artesanos, creadores, tejedoras, diseñadores y costureras, ponen sus manos a merced de la historia, a disposición de magos, poetas, jinetes, campesinos, sembradores, caballeros, viajeras y modelos, todo tipo de cubiertas, de frágiles cascos y sombreros, de altas copas o de anchos aleros, para resguardar el rostro, hacerle al sol un quite majestuoso o simplemente para lucir con elegancia un símbolo que ya comienza a ser eterno.
¿Volverá a ser este sombrero un producto que lleve la marquilla "Hecho en Pasto"? Que la configuración de la Ciudad Creativa sea un buen pretexto para buscar la respuesta adecuada.