viernes, 3 de diciembre de 2021

Doctor Carlitos


Todos los días que pasó encerrado en un hospital. La suma de las extenuantes horas rodando de camilla en camilla. El dolor de no ver de nuevo su rodilla. La angustia de otros niños que como él, a sus tres o catorce años, sufrían en los pasillos de las clínicas por donde anduvo buscando una cura para su lesión. La voz, sí, seguramente una voz venida de un lugar sin nombre, de una garganta sin apellido, de un fantasma sin rostro; la voz esa que se mete en la conciencia y le termina hablando al corazón, esa voz también tuvo que ver con su decisión. De seguro la ilusión de creer que su madre se sentiría más orgullosa. El afán de ser algo más que su padre. Luego, la misión, el llamado vocacional, la urgencia de salir del sueño y el letargo. Todas estas experiencias, todos los tiempos reunidos, toda la magia haciendo de lo suyo, todo llevó a que Carlos Montenegro Zambrano, mi padre, decidiera hacerse médico.

Logró un cupo en la Universidad del Cauca y por andar de revoltoso lo expulsaron. La abuela Pere, su mami, hizo todos los negocios necesarios, todos los esfuerzos posibles; reunió todos los recursos que hacían falta, juntó toda la fuerza, rezó todos los rosarios que le cupieron en la mano y pudo enviarlo a la Javeriana, a la mismísima Pontificia, a la capital, a la Bogotá de los años 60, a ese mundo donde sólo se podía ir a cumplir con el deber, defenderse de todas las amenazas y no dejarse vencer por el miedo.

Fue discípulo del Dr. Barrientos. Fue Monitor. Hizo todo lo que tenía que hacer. Se dispuso con juicio y criterio. Armó su propia historia y se convenció de su propósito. Luego, la quiebra de la abuela. El aguacero aquel que se llevó todo. No quedó ni un grano de trigo, ni una pelusa de cebada. Hasta ahí llegó la fantasía del estudiante abandonado en Bogotá. Faltaba poco, muy poco para que su nombre apareciera en un cartón gigante decorado con letras en latín. Un pedazo de tiempo no más para que la corte de los elegidos lo nombrara Doctor en Medicina de la Pontificia Universidad Javeriana. Un trozo de año para ser designado oficialmente como Médico Cirujano, como profesional de la salud, como digno representante de Hipócrates en el terreno de los enfermos. Todo se desvaneció.

Regresó a casa. Volvió a Ipiales con el corazón frustrado. Se empleó en lo que pudo. Recorrió el país hasta encontrarse con el amor de mi madre. Regresó. Lo nombraron despachador de medicamentos en el Seguro Social, asistió a la eminencia que en su tiempo fue el Dr. Revelo. Fue enfermero. Entre Ipiales y Tumaco fue armando la familia donde llegué a ser feliz. Se proclamó profesor de Idiomas para ejercer la docencia y cuando menos lo imaginó, su esposa, mi madre, la paisa sin pelos en la lengua lo convenció de abrir su propio consultorio. Temblando de miedo, asustado, asombrado del coraje de la mujer que tenía a su lado, hizo caso y se lanzó al vacío.

Fundó un consultorio que con el tiempo se convirtió en la sala de espera de desamparados pacientes que encontraron alivio en las manos del Doctor Carlitos. De esos días es la leyenda de las filas que iban desde la puerta de la casa hasta la esquina del Club Bavaria. Campesinos, campesinas, gente de los pueblos y veredas. Los pobres, los más pobres, los que llegaban con gallinas, papas, queso, cantinas de leche, pequeños mercados; los que no tenían para pagar la consulta, los que madrugaban para hacer la fila, los que llegaban con las botas embarradas de lodo y mierda de vaca, los que tenían fe, los que lloraban al verlo, esos eran sus pacientes, su clientela, sus penitentes, sus otros hijos, su familia extendida.

Lo llamaron tegua, curandero, sobandero, un peligro. Le tendieron trampas para quitárselo de encima. Mientras más lo envidiaban más pacientes llegaban para encontrar consuelo, sanación; un remedio, un jarabe, un minuto de atención, una cura para sus almas inquietas, una palabra para vivir mejor.

Al colegio en las mañanas, almorzar y luego a encerrarse en ese consultorio, en ese cuarto, en esa capilla donde nacía el purgatorio. Todo lo que aprendió lo puso en práctica hasta el último de sus días. Se mantuvo actualizado. Leía, estudiaba, preguntaba. Lo que la Universidad no le pudo dar, se lo dieron sus pacientes, sus fieles amigos de consulta que reconocieron en su misión a un médico de tiempo completo, a un hombre hecho para la sanación, a unas manos diseñadas para cuidar, proteger, recuperar y aliviar.

Para ti papá, mi doc, mi viejo maravilloso, mi sanador de cabecera, mi héroe sin bata blanca, feliz Día del Médico. Hoy es un bonito viernes tres de diciembre. Te extrañamos.