martes, 23 de noviembre de 2021

El horno - Por Felipe Andrés Herrera

El Horno – Por Felipe Andrés Herrera

Participante del taller “Escribir: el poder que llevamos dentro”.

Blas María, un hombre alto, acuerpado, de piel curtida por largas jornadas de trabajar la tierra, usa sombrero de fieltro, ruana y alpargatas. Con los años se acostumbró a subir la larga escalera con los guangos de leña a la espalda. Arriba, en el corredor de madera, ya se nota el ajetreo de la servidumbre. Ellas llevan harina, huevos, manteca, agua, calderos, hierbas y condimentos hasta el cuarto que llaman amasador. La Señora de la casa, cabello blanco, ojos negros, de mirada alegre, piel clara, su boca dibuja una sonrisa que deja ver una dentadura perfecta. Camina altiva con su vestido negro y delantal blanco reluciente. Saluda a Blas María y le dice que el horno está esperando para que lo caliente. La Señora sigue su marcha y va dando instrucciones. Luego, se aleja por el corredor.

Pausadamente Blas María camina hasta el final del pasadizo y abre una vieja puerta que está a la izquierda. Entra. El piso, a diferencia del corredor, es de ladrillo. Las paredes que en algún momento fueron blancas, ahora están cubiertas por el hollín de la ceniza y el humo. El techo tiene un tumbado de barro hasta la mitad de la habitación. Arriba de la puerta, hay una ventana triangular. No hace falta iluminar el recinto durante el día por toda la luz que entra por ahí. A la derecha hay una gran mesa pegada a la pared, y al lado una estantería empotrada, donde se colocan las latas con los manjares que luego serán horneados. Desde ahí, Blas María, mira una tulpa grande de barro con tres bocas que evidencian su uso desde hace muchos años. Aún hay brasas en la hornilla que sin afán observa Blas. Justo frente a él, está el horno.

El horno es un cubo pegado a las paredes, con casi dos metros de cada lado y unos dos metros y medio de alto. Tiene su entrada que en la base está adornada con una piedra tallada, plana y gruesa. Encima se puede ver el regulador de tiro de la chimenea. Al lado izquierdo tiene una ventanilla pequeña, con un hueco en la base que sirve para recoger la ceniza. A diferencia del resto de la habitación las paredes del horno son blancas, con excepción de su entrada y el registro de la chimenea. El interior tiene un diámetro de un poco más de metro y medio y su altura es de un metro. Calentarlo para que esté listo, le tomará varias horas.

Blas María acomoda la leña junto a la tulpa, revisa el hogar del horno, la puerta, el registro y la chimenea. Junto a la puerta del horno, pone la escoba de ramas, el atizador de hierro y la pala que sirve para meter y sacar las latas. Escoge las astillas más secas y las coloca cuidadosamente en capas. Unas encimas de las otras. Para finalizar una pequeña cantidad de leña y la enciende. Cuida que el fuego las convierta en brasas. Dispone otra vez, con gran experticia, una segunda tanda de leña sobre las brasas ya encendidas. Deja que todo se queme despacio controlando el fuego con el registro de la chimenea. Abre la puerta del horno cada cierto tiempo para verificar cómo arde la leña. Recuerda lo que le dijo su padre cuando le enseño el oficio - Caliéntalo despacio, es como mejor horneará-.

Ver arder las brasas lo apasiona, le gustaría ser parte de ellas. Una vez la cúpula del horno está colorada y desaparecen las sombras, esparce las brasas en el suelo del horno para unificar el calor. Cierra el registro de la chimenea y la puerta del horno. Luego de un buen rato, barre las brasas sin apagarlas con la escoba de ramas, las ubica junto a la ventanilla lateral. Vuelve a cerrar la puerta.

Blas María toma un pedazo de papel. Abre la puerta del horno y lo lanza dentro del hogar. El papel se quema inmediatamente. El horno está muy caliente, lo cierra y espera. Abre de nuevo e introduce otro papel, esta vez se dora sin quemarse. El horno está listo.

Desde un sillón junto a la puerta, la Señora instruye en qué orden se deben hornear los manjares. Primero las latas con los bizcochos calados, luego las carnes preparadas. A continuación, los panes de yuca y otras pastas de sal. Luego el pan francés, seguido del pan aliñado. Después los molletes y así en proporción las galletas. Finalmente, cuando el horno esta tibio, los merengues. De cada manjar se hornean varias tandas. Blas María sabe cuándo hay que atizar las brasas para mantener caliente el horno y cuando meter y sacar cada lata. Mientras las delicias se hornean hay tiempo para un café, cenar y descansar un poco. Saca las primeras y mete otra tanda de latas al horno. Desayuna, saca otra tanda y acomoda las brasas para mantener la temperatura del horno. Va por otras. Un café, dormir un poco, otro café. Saca las ultimas latas de merengues horneados. Limpia y deja abierto el horno para que se termine de enfriar lentamente.

Durante el tiempo que Blas María cuida del horno, en el corredor, entre el cuarto del horno y el amasador, tres mujeres prepararon sendas ollas de champús. Han pasado tres días desde el momento en que Blas encendió el horno. El cansancio se le nota. Mientras desayuna, en la mesa del comedor, observa cómo todo está preparado. Con la paciencia y habilidad de quienes vienen haciendo esto hace muchos años, más de una veintena de bandejas están cuidadosamente arregladas con bizcochos, carnes, merengues, pasteles, empanadas, dulces y jarras con champús. Listos para ser entregadas como es costumbre cada año, como presentes de navidad y fin de año, estos manjares son la mejor muestra de cariño y aprecio que la Señora les envía a sus familiares y amigos. Pocas veces compra regalos.

Blas María se siente feliz de haber cuidado del horno. Al despedirse, la Señora le agradece su colaboración, le paga y le entrega una canasta con algunos de los manjares que ayudó a hornear. Él agradece con humildad. Baja la larga escalera hasta el patio donde su mula estuvo amarrada desde que llegó. Acomoda la enjalma, voltea, levanta la mano en señal de despedida y sale caminando a seguir con su rutina en la vereda.

Tiempo después, una mañana muy fría, Blas María se puso la ruana, tomó la jarra con agua que estaba hirviendo sobre la pequeña tulpa, coló un poco de café, se sirvió en una taza y lo acompañó con una allulla. Su esposa había muerto hacía ya varios años y sus dos hijos ya habían hecho su vida lejos. Estaba acostumbrado a la soledad que lo rodeaba. Terminó su café, cogió su azadón y salió al pórtico. Cerró la puerta y se dirigió a su parcela a desyerbar y cuidar su cultivo de papa. Al medio día, regresó a calentar su almuerzo. Al ver las brasas en la pequeña tulpa y sentir aquel calor, cerró los ojos y se vio encendiendo el horno y sintió el ardor de las brasas. Su rostro reflejaba una inmensa alegría. Un vecino lo trajo de nuevo a la realidad, le traía una triste noticia. Se quedó mirando, perplejo, a lo lejos.

Un par de meses atrás, a la Señora de la casa el médico le había dictaminado un cáncer gástrico muy avanzado. No había mucho que hacer. Ella, como toda su familia, era muy creyente, dejó su salud en manos de Dios, arregló su testamento, y esperó, dedicada a la oración, su muerte.

Blas María, abre el mueble junto a la cama y saca el traje negro que ha usado desde el día que se casó. El mismo con que bautizó y acompañó la primera comunión de sus hijos y que lució el día del funeral de su esposa. Con paciencia lo limpia y busca una camisa que pueda usar. Se arregla la única corbata que posee. Se dirige a la iglesia donde se realiza la ceremonia fúnebre. Hay mucha gente, incluso afuera. Desde la puerta observa el féretro delante del altar, está rodeado de arreglos florales. La Señora era muy querida en la comunidad. Al terminar la ceremonia acompaña a pie la larga caravana que se dirige hacia el cementerio. Observa el entierro y espera que la multitud se retire para acercarse. Da el pésame y ofrece sus servicios a los herederos. Recibe una respuesta escueta - ya no lo necesitamos, vamos a modernizar la casa -. La Señora era la última persona que gustaba de la tradición. Los tiempos cambiaron. Blas María los mira cómo se alejan entre los mausoleos.

Saca de un bolsillo un paquete arrugado de cigarrillos y unos fósforos. Toma uno, lo pone en su boca, raspa un fósforo en una lápida junto a él, lo acerca al cigarrillo y toma una larga bocanada, la expulsa lentamente como cuando la leña en el horno ha empezado a arder. Echa humo y empieza a calentarse. No volverá a ver el horno. No lo volverá a calentar, no hay otros hornos. La tradición ha muerto con la Señora. Siente que su oficio ya no tiene sentido. Camina mientras ve consumirse el cigarrillo entre sus dedos. Cuando la ceniza cae al suelo toma una decisión.

Entra a su casa, ve la pequeña tulpa con las brasas casi apagadas. Empieza metódica y cuidadosamente a acomodar astillas para avivar el fuego. Dispone sus cosas alrededor como hacía con la leña al iniciar el calentamiento del horno. Ve como el fuego comienza a tomar forma. Sale al pórtico, cierra la puerta y espera. Pronto las llamas empiezan a sobresalir del techo. Abre la puerta y al ver las brasas sabe que es ahí donde debe estar. Recuerda el papel que se quema al ponerlo en el horno cuando está muy caliente, quiere ser ese papel. Entra y cierra la puerta. Ahora vive en el horno.


3 comentarios:

Unknown dijo...

Hermoso cuento, sensible y conmovedor es una historia que nos lleva al calor de hogar. Felicitaciones

Unknown dijo...

Hermoso cuento una historia conmovedora, que nos lleva a esos momentos maravillosos de calor de hogar, felicitaciones ⭐

Unknown dijo...

Excelente historia que nos transporta a un cálido hogar. FELICITACIONES Felipe!