Un texto de Mónica Liliana Benavides Benavides - Participante del taller "Escribir: el poder que llevamos dentro". Proyecto ganador de la convocatoria "Cultura Viva 2021" de la Dirección Administrativa de Cultura de Nariño. Taller orientado por el Comunicador y Escritor Gustavo Montenegro Cardona.
Sus pies conocieron los zapatos cuando cumplió trece años de edad. Desde que nació, Jorge anduvo descalzo.
Cuando
era niño, “bien chiquito” como él dice, se despertaba desde las cuatro de la
mañana. Salía caminando con su hermano Wilson y su primo Lucho, a pie limpio,
desde su casa en el centro de Mocoa y atravesaba el monte selvático del
Putumayo hasta los límites de Pitalito, en el Huila, en busca del remedio que
por cuatro meses tuvo que tomar su madre Dolores Vallejo.
Los
médicos la habían desahuciado. En el hospital dijeron “llévenla a la casa, ya
no gasten más plata”. Un domingo la tos agobiante la ahogaba. Su esposo
desesperado salió en busca de ayuda. José Liñeiro alias el español, amigo de la
familia, le dijo: “Humberto vení. ¿Por qué no la haces ver a doña Lola con el
Santiago Mutumbajoy? Jugáte la última carta. Nada se pierde, él está aquí en el
pueblo”.
Humberto rápidamente trasladó a su
esposa Lola hasta donde se encontraba el “curandero”. El Taita Santiago,
indígena y sanador tradicional, la tomó de las manos, la miro a los ojos y le
dijo a Humberto, sin titubeos: “Yo la curo, pero eso sí, tienen que ir todos
los días por el remedio. Esto es un tratamiento largo”.
Humberto debía trabajar y no tenía
tiempo para ir diariamente por la cura prometida, entonces decidió sacar de la escuela a Jorge
y a su hermano Wilson para que ellos fueran los encargados de ir por el remedio
y traerlo sagradamente a casa todos los días. “Tocaba a pata. En ese tiempo no
había carro. Nos echábamos casi cinco horas hasta llegar donde Santiago. Allá
preparaban un revuelto de hierbas, lo llenaban en las botellitas que llevábamos
y corra de regreso a la casa”. Al ser retirado de la escuela, Jorge, que era un
estudiante destacado, perdió el año al igual que su hermano. En recompensa para
su tranquilidad, su madre vivió otros treinta años más. La toma constante del
remedio la curó, tal como lo prometió el Taita Santiago.
Durante la vigilia del cuidado de su
madre un popurrí musical sonaba en la casa. Con los ojos aguados y a veces
sonriente, Jorge recuerda que “escuchábamos música en un radio pequeñito, la
panela le decía mi papá”. Ecos del Combeima, La Voz del Cinaruco, Radio Santafé
y Radio el Sol de Cali, eran las emisoras que la panelita captaba y a las que
Jorge, junto a sus hermanos, llamaba por cinco centavos para que los
complaciera con sus melodías favoritas.
Hace poco, Jorge cumplió sesenta y siete años. Igual que en septiembre, se prepara día a día con su repertorio decembrino. Lleva una década reuniendo la música que le recuerda a sus padres y su niñez. Durante años compró cientos de CDs en la calle, tan pronto pillaba esas canciones de sus recuerdos, adquiría los discos y los pasaba a su carpeta “Mi música” en el computador. Año tras año ha venido acumulando recuerdos con la música que su hermana Miriam también recolecta y le comparte.
Hoy se sirve de la tecnología.
En Spotify aprendió a crear su playlist
y hasta los navegadores le ayudan a identificar sus canciones preferidas con solo acercar el celular a un
parlante. “Pero en esas cosas no está todo. Algunas canciones que me
gustan no salen. Vea, por ejemplo, el “Copito de nieve” de la Ronda Lírica, esa
es viejísima y solo está en el Youtube”, reniega.
A todo volumen suena “El mecedor”,
“El aguardientero, “El malicioso”, la original “María Teresa” de Leonel Ospina,
“El mes de la parranda” y no puede faltar “La muy indigna” del caballito
Garcés. “Palomita, paloma morena, paloma morena que el vuelo emprendió”, canta
Jorge lo mismo “Bomboncito” de Los Alegres del Valle o “Dame tu mujer José”.
Con la mirada en el pasado afirma que “esta canción se seguirá escuchando hasta
que desaparezcamos” y continúa “Tengo el gusto de haber bailado toda esta
música en mi juventud”.
“La Red”, así se llamaba la
discoteca de Mocoa donde Jorge disfrutó de todo el repertorio bailable de sus
añoranzas. Los temas que le faltan en su archivo musical los anota a mano con
su caligrafía impecable. Le pide ayuda a la madre de su nieto para sacarlos del
Youtube, convertirlos en mp3 y sumarlos a la lista de más de mil canciones que
va ordenando y clasificando: tríos, boleros, merenguísimas, diciembre,
pegaditas pa´bailar, carnavales y villancicos.
Jorge cree que “el que no baila está
música es un tullido”. Su esposa Dory Bernardita, amante de Camilo Sexto, Los
Moros, Ana Gabriel y los diplomáticos, mientras sirve el café le dice entre
dientes, “ya empezó don hombre, don cansón con su sonsonete”.
En 1960 su padre, Humberto Arcos
Murillo, fue el primero en vender música en Mocoa. Montó el almacén musical
“Opera”. “Había discos de 78 revoluciones y Long Play de 45. “A veces nos sacábamos los discos para regalárselos
a las novias”, rememora Jorge con una picardía ligera. La “Ópera” sonó hasta que, veintidós años
después, su padre se fue bailando al cielo.
Toda esa música acumulada en su
memoria, todo el repertorio de boleros, villancicos, cumbias, merengues, sones
tropicales y caribeños, se quedó para siempre en la mente matemática de Jorge,
quien encuentra alivio para calmar dolores, penas y pobrezas de su infancia, en
cada fragmento de esa música que además de hacerlo bailar, también lo
mantiene entretenido. Hoy su nieto Nicolás tararea las mismas melodías, a sus
dieciocho años mueve los hombros y a veces acompaña con silbidos las canciones
guapachosas con las que creció, aquellas músicas con las que su abuelo lo
paseaba para ir por un helado de la 21 o para que cayera profundamente dormido
cuando era un bebé.
Tanto aprendió a amar su sonsonete,
que durante años regaló copias de CD con la música elegida a sus familiares y
amigos. El ritual comenzaba en noviembre con la firma a mano de cada copia y
luego una ruta de distribución que le alegraba el alma. Ahora, Jorge se alista
para dar un vuelta en su Volkswagen blanco. Se cerciora de llevar las memorias
USB con todo su repertorio. Al final del recorrido las guarda en un frasco
decorado con croché que Dory, su esposa, tejió para él.
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