Por: Gustavo Montenegro Cardona - La Otra Senda 3.0
Juntos para pasar la mañana, ir cada quien a su casa a
almorzar y regresar lo más pronto posible a seguir jugando - en la calle
destapada - a los huevos del gato, a pelear por las canicas, patear el balón,
corretearnos o simplemente sentarnos en un andén a mirarnos sin decir muchas
cosas. Juntos al finalizar la tarde del 27 de diciembre de todos esos años que
duramos siendo pequeños, inquietos y juguetones a reunir bombas, llenarlas de
agua y conservarlas en baldes o en la poceta de lavar la ropa llena de agua
hasta el borde. “Aguas que lloviendo vienen, aguas que lloviendo van”.
Esta no es una confesión de culpas propias, ni ajenas,
era lo que había, era lo que habíamos aprendido a hacer. Nadie nos dijo nada,
ni se encendió alarma alguna, ni nos recriminaron por nuestros actos que eran
herencia de eso que hoy conocemos como la cultura de nuestro sur; la ecología
era una materia innovadora en el obligado currículo escolar, la naturaleza era
ese lugar que siendo Scouts
adorábamos visitar cada fin de semana. En esa época los ríos iban a permanecer
para siempre, creíamos que el mar era el lugar más limpio del mundo y
respirábamos un aire renovado cada nuevo amanecer. Los volcanes que nos
protegían como guardias vigilantes de la tierra tenían sus cumbres siempre
blancas y los cuentos apocalípticos sobre la devastación del planeta eran temas
para películas de ciencia ficción. El cuidado del medio ambiente, los líos de
la contaminación o el desperdicio del agua no tenía que ver nada con nosotros. “Cuando
el río suena”.
Con el tiempo aprendimos a hacer de ese 27 nuestro propio
ritual. Mientras unos se encargaban de preparar las bombas cargadas de agua,
otros aprendíamos a preparar el papel encolado para elaborar la máscara del año
viejo que sería nuestra distracción antes de terminar el año. En la terraza de
la casa vecina escuchábamos todos los sonidos nuevos del Rock en Español y esa
banda sonora nos hacía felices las noches frías.
En casa, para completar los preparativos alistábamos
bolsas plásticas y papel periódico, creímos en la teoría de que para combatir
el frío provocado por el agua helada la fórmula de forrarnos en plástico y
papel servía para aplacar la sensación de morir congelados.
Desde temprano, ya el 28, las amas de casa más atrevidas
preparaban su venganza. Los hombres despistados creían merecer los manjares que
les servían a la media mañana: buñuelos rellenos de algodón como una fábrica de
aceite y café con sal que se escupía a los pocos segundos de tocar el paladar.
Las carcajadas se escuchaban en cascada desde la cocina, luego en el comedor,
pasaban por el patio y llegaban a cada cuarto. ¡Cayó! Decíamos en coro mientras
nos alistábamos para salir a la calle. “En la calle, algo bueno va a pasar. Ven
sal a la calle. Sal a caminar”.
Nos llenábamos con agua de panela o café bien caliente
(sin sal por supuesto). Algo de almuerzo rápido y juntos salíamos a buscar el
peligro. No tardábamos en dar los primeros pasos y desde los platones de las
camionetas que circulaban a paso lento sentíamos el golpe de las bombas que nos
lanzaban sin piedad, casi con furia. Desde los balcones y las terrazas caía
agua y más agua. ¡El diluvio iniciaba! “Ojalá que llueva café en el campo”.
La reserva de bombas nos servía para atrincherarnos y
contraatacar. De esquina a esquina éramos testigos de las auténticas batallas
de agua entre bandos de barrios que habían jurado una enemistad eterna, o
incluso, entre grupos de familias que aprovechaban la ocasión para lavar sus
trapitos al sol.
Calle encharcada, cuerpos lavados de pies a cabeza.
¡Asfixiados por el papel y el plástico! Juntos, como la banda que se unió y se
disolvió por el propio destino de la amistad infantil y juvenil, íbamos rumbo
al parqueadero del LEY, un supermercado tradicional que con el tiempo fue
cambiado de nombre, madurando en su misión de proveer las necesidades reales y
las inventadas a las familias ipialeñas.
Ya en la gigante plaza, la música salía de una sumatoria de
bafles y parlantes por donde se expulsaban todos los ritmos bailables posibles:
merengues, salsita que ya era vieja para nosotros y recuerdo para nuestros
mayores; sonaban san juanitos, música ecuatoriana, se intercalaban las
nacientes bandas de un rock local hecho con las uñas con las orquestas de todo
tipo que cargaban con la inmensa responsabilidad de abrigar el cuerpo y calmar
las almas que desde ese día querían dejarse endiablar. Todo Lisandro Mesa, que
viva Rodolfo y los Hispanos, zapatea, zapatea; otro año más con “La misma
gente” y Niche y Willie Colón y Don Medardo y la algarabía con la “Afro Onda”.
¡Aguanilé!
El cuerpo se movía motivado por el tiritar de los huesos
a punto de morir. Bailábamos y saltábamos intentando quitarnos el hielo
acumulado en la piel. El sol de diciembre picaba más de lo que abrigaba, su luz
nos recordaba que era de día porque por dentro sentíamos que la vida era un
nocturno témpano de hielo. ¡Piel erizada y morada! Aun así, celebrábamos con
júbilo la llegada del carro de los bomberos que a las cuatro de la tarde
anunciaba su entrada triunfal a aquel parqueadero repleto de gente empapada. El
maquinista encendía todas las luces, ponía a resonar todas las estruendosas
alarmas y de cada costado del gigante rojo los voluntarios se encargaban de
bañarnos con chorros de agua que parecía traída del mismísimo ártico.
Era ahí cuando se despertaba el espíritu carnavalero que
se reprimía durante todo el año, pero que a partir del 28 de diciembre adquiría
una vida propia que deseaba convertir todo en fiesta, en juego, en distracción,
en algarabía infinita. ¡Agua que no has de beber, déjala correr!
Agua y más agua, agua en baldes, por chorros, en mangueras,
en tanques; bombas de agua, agua congelada en bombas que como piedras se
convertían en violentas municiones que provocaban una que otra emergencia
médica. Calle empapada, gente goteando agua sin piedad. Así se nos iba la
tarde. ¡Juntos! juntos saltando, intentando bailar, bañándonos bajo el agua
como si llegara la hora del bautizo final. Agua que va, agua que viene, agua
que cae, agua que se riega, agua corriendo parqueadero abajo, agua que no se
secaba, agua para siempre, agua que terminaría siendo río, agua para cantarle
al mar.
Empapados, hechos un trapo ensopado, así volvíamos,
juntos, casi todos, a casa. En el camino se quedaban dos o tres, generalmente
los enamorados, los que más bebían o los que retaban al frío como en un duelo
personal para jugar a la resistencia humana. Nunca se nos cruzó por la mente
que años más tarde vendría la prohibición, el señalamiento, la condena por el
cruel desperdicio del líquido vital, las restricciones, los decretos, los
juegos alternativos. Ni idea de que las tizas que se usaban en los antiguos
tableros verdes del colegio servirían, más allá, para pintar sobre al asfalto
decenas, cientos de figuras venidas de todas las mentes posibles. Sólo nos
importaba jugar y ser felices mientras nos divertíamos a pesar de la crueldad
del frío de la mañana y de la tarde y de cada minuto que insistía en demorarse
más de lo necesario, como si al tiempo también le causara gracia el día de
inocentes y buscara congelarse cada 28 de diciembre que lo dedicamos a andar
juntos en las buenas, en las malas, en las más difíciles y hasta en los crueles
momentos de soportar el frío por el exceso de agua derramada sobre nuestros
flacos cuerpos y nuestras delgadas pieles.
Al final todo tenía sentido cuando cruzábamos la puerta
que nos devolvía a casa, no sin antes recibir un par de bombazos finales que
caían con todo el peso de la ley sobre las espaldas resignadas a soportarlo
todo. Entonces ahí estaba ella, entre indignada y burletera. Ella con su
bendición para cada uno. Ella con el agua caliente en la tina para terminar de
bañarnos toda la mala energía acumulada. Ella con las toallas limpias y
acolchadas. Ella alistándonos la cama, las piyamas y los bucitos de algodón. Ella
preguntándonos que por qué nos habíamos demorado tanto, por qué nos habíamos
mojado hasta que no nos cupiera una gota más de agua, ella oliendo nuestro aliento
para adivinar si habíamos ingerido alguna bebida no debida, ella bromeando
sobre nuestro tiritar de huesos, ella y su vocación de servicio sin
cuestionamiento.
Nosotros buscando el mejor lugar en la cama de los
padres, acostados ahí, frente al televisor, dispuestos a seguir perdiendo el
tiempo en la edad en que ese es el mejor de los oficios. Luego ella y sus manos
llevando la bandeja con caspiroleta o chocolate o café bien caliente y galletas
untadas de mantequilla o pan de sal bañado en margarina para devolvernos el
alma perdida. Ella y su cariño rebosante, ella y el abrigo. Por eso valía la
pena jugar, por eso valía la pena el frío, la tiritadera, cada chapuzón, cada
tormenta de ese carnaval enloquecido y colmado de agua, porque al final de todo
ella siempre estaba ahí, dispuesta a cobijarnos y a devolvernos la vida. Así
empezaba ese carnaval que ya no será igual. “Si el hombre es un pueblo, el agua es el
mundo”.
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