lunes, 14 de septiembre de 2020

Sesenta días después



Por: Gustavo Montenegro Cardona


“Ahora prefiero esta condición,

que él mi hiciera el retrato y no cantarle el son” (Rafael Escalona – Jaime Molina)

 

Estábamos en el último año del bachillerato cuando Carlos Vives produjo la versión de Jaime Molina. No se requirió demasiado tiempo para convertir el renovado canto vallenato como himno entre los amigos.

Recorríamos las calles de Ipiales en el bonito Nissan amarillo cantando a todo volumen esa historia de los dos amigos que se amaron con el alma. En una mezcla de canciones que iban desde “Y todo a pulmón” de Lerner, o “Asia” de Willie Colón, se sumaba el relato de amistad entre Molina, el pintor y Escalona, el cantor.

Ebrios de combinar vinos baratos, aguardientes simples y todo lo que nos podíamos empacar con lo que nos daba el bajo presupuesto de estudiantes rebuscadores, acudíamos en la última instancia de la poca cordura para cantar, sin tapujo, la renovada versión del clásico de la provincia, que tenía hasta su propio video clip tomado de la serie que dirigió Sergio Cabrera y que veíamos en familia, con cierto juicio, los domingos en la noche.

El temita se quedó guardado entre las canciones de nuestros afectos más profundos. Durante una semana entera, antes de que cada quien emprendiera su rumbo, nos dedicamos, con el combo de buenas amigas y amigos, a regalarnos serenatas de despedida. Un par de guitarras, una clave, un par de maracas y el juego desafinado de nuestras voces reunidas provocaban una rara armonía que se sostenía más por las ganas que por el poco talento musical de la mayoría. El repertorio, que iba desde “El camino de la vida”, pasando por un par de boleros y un son sureño, terminaba con “Jaime Molina”. Lloramos, nos hicimos fotos para guardar en el álbum de nuestros recuerdos y de ahí hasta que el destino nos volviera a juntar.

Cinco meses después, en diciembre de ese 1991 que nos despedía con nueva constitución y con la esperanza de un país que quería renovarse en paz, participación, diversidad, pluralidad y confianza, volví a mi Ipiales querido, retorné a casa, me reencontré con el cuidado amoroso de mi madre recibiéndome con sopa de arroz, plátanos, carne molida y huevo frito para la hora de un almuerzo inolvidable. Cuando terminó su consulta médica, entré al consultorio a saludar a papá. - ¡Hombre, mi loco! - dijo mirándome con emoción, con una sonrisa extensa y con los brazos abiertos esperando que lo fuera a abrazar.

Le pedí la bendición. Le manifesté mi alegría. Me pidió que me sentara. Luego me dijo que cerrara la puerta con seguro. Conversamos. Lo puse al tanto de ese primer semestre. Fuimos felices al saber que mi Decano de Facultad, el icónico Joaco Sánchez, también fue coordinador de Lenguas Modernas cuando papá estudio inglés en la Javeriana. Le entregué mi reporte de notas y un detallado informe de los días grises en Bogotá, de las noches de soledad y sobre el miedo que producía esa ciudad hecha para probar el carácter del ser humano; también le conté de las buenas ocasiones, de los aprendizajes y mis incertidumbres. 

Mientras hablábamos abrió el cajón más grande de su escritorio metálico. Tenía una media de aguardiente antioqueño. Me ofreció un trago. Antes de llevar la copa a los labios me pidió una pausa. De una torre de discos que tenía junto a la grabadora, como si guardara un secreto, tomó una caja, sacó con mañita el CD y puso a sonar a buen volumen la pista número ocho. “A dos amigos que se amaron con el alma. ¡Ay hombe!”.

Luego de unos segundos bajó el volumen. Tomó aire. Observó la copa. Volvió sus ojos a mí, lanzó un suspiro y como en un acto de confesión me explicó que, en varias tardes, en algunos momentos antes de ir a dormir o en la pausa entre un paciente y otro le gustaba poner esa canción, ese relato, esa música.

– Siempre la pongo cuando me acuerdo de vos. ¿Qué será de mi loco? Me pregunto. Ya el colegio no es lo mismo sin ustedes. Tu hermano y vos me hacen mucha falta. Pero a lo duro se le hace duro. Ustedes para adelante y ya. ¡Salud pues! -.

Copas a la boca. El trago en su camino. La tráquea quemando, el nudo atragantado, el estómago encendido, el corazón atiborrado. Manos temblando, un poco de angustia, escalofrío. Subió el volumen y terminamos de escuchar la canción sin pronunciar palabra, los dedos llevando el ritmo; tarareamos un murmullo, luego el silencio.  

Así fue como “Jaime Molina” se convirtió en nuestro himno, en la canción común, en el mensaje no dicho, en las palabras ahogadas. Ese era el tamaño de nuestra complicidad, así fue como trazamos nuestros encuentros y como firmamos silenciosos pactos de amistad, de cariño, de fidelidad entre padre e hijo.

Después de eso me costó mucho cantar aquel legendario vallenato con el mismo ímpetu de las primeras veces, porque no sólo me recordaba a mis amigos, sino que me evocaba la imagen solitaria de mi padre encomendado a su vocación médica y a su incesante oficio de educador, luchando en sus mejores horas para ofrecernos el mejor futuro a mí y a mis hermanos.

Sesenta días después de su trascendencia al mágico cosmos del infinito amor, hoy canto ese himno que nos juntó para siempre. Sesenta días después, quiero que mi plegaria sea una canción en su memoria. Sesenta días después, que un paseo vallenato nos lleve a danzar entre las nubes de su cielo y entre los caminos de mis pies que siguen su andar, su memoria magnífica. Sesenta días después seguimos cantando juntos. ¡Salud papá! Ya son sesenta días. 

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