viernes, 4 de enero de 2013

DETRÁS DE LA MÁSCARA

Descubriendo nuevos rostros del carnaval

Coordinador
Área de Comunicaciones

Entre la Plaza de Nariño y el parqueadero donde me encuentro hay una distancia de unas tres cuadras. Son las ocho y media de la noche y a mis oídos llegan los ecos de las quenas y las zampoñas que hacen coro a los cantos andinos que reúnen a miles de pastusos en el corazón de la capital nariñense.



A través de la ventana gotas de lluvia que mojan el suelo, convirtiendo el asfalto en una pista de jabón. El frío está presente, el Carnaval de Negros y Blancos no para. La otra senda es pausada y vacía.


Llegué ahí luego de que dos horas y media antes nos mojábamos los zapatos en medio de las pequeñas lagunas de agua y espuma que quedan por la constante lluvia que llevaba días amenazando con su presencia y que definitivamente quiso quedarse danzando en carnaval.

A las cinco y cuarenta minutos nos arrojamos a la calle. Doña Olga, una mujer ya mayor apura el paso porque debe llegar pronto al estadio Libertad “llevo trabajando treinta años, y siempre que dijo ya voy a dejar esto vuelvo y sigo”. Una niña de no más de siete años le sigue el paso y se agarra de su abuela para no caer en un charco que se interpone a su paso. “Esta es la única manera que tenemos de vivir, por eso los carnavales son buenos para nosotros” me comenta doña Olga mientras continúa soportando durante su apurado paso dos canastos llenos de pasabocas de maíz, algunas bebidas, y papas fritas. “Esos del Diario me tomaron unas fotos y a mí no me gusta”, así me despide Olguita negándose a ser fotografiada, mientras toma más impulso continuando su carrera.

El frío se apacigua porque los fuertes sonidos de los bombos, tambores y redoblantes toman más fuerza a medida que un colectivo coreográfico se acerca hacia el estadio departamental Libertad. Músicos y danzantes hacen una pausa. Varios de ellos piden “agua, agua, agua por acá”. Una mujer de mediana estatura sale de las filas y apresurada brinda líquidos y trozos de panela a los agotados artistas. Se llama Maritza Burbano y acompaña junto a otras 8 personas a los integrantes del colectivo “Indidansur”. Su labor consiste en brindar ayuda cuando lo requieren los niños, jóvenes y adultos que le cantan a la tierra durante el 3 de enero.




“Es mi primer año en estas. Lo hago porque mi hijo Sebastián toca el bombo, y pues yo lo acompaño donde sea y donde toque”, explica Maritza, quien luce agotada, está empapada por la lluvia que ha caído durante toda la tarde. Sin embargo, sonríe. Otro joven más allá pide más agua y Maritza corre a auxiliarlo. La música vuelve. Una ligera neblina se asoma. Al fondo destellan las luces del fortín del Deportivo Pasto. Niños juegan a lanzar espuma y uno que otro adulto adorna una cabellera con talco perfumado. Cientos de hombres, mujeres, jóvenes, niños y niñas dibujan un camino hasta la puerta de acceso que conduce a la cancha.

El carbón quema la carne de un pincho, la calle huele a jabón. En el ambiente se siente la emoción del concurso que juzga a los mejores colectivos coreográficos del canto andino. Un grupo ya está en el césped frente a la tribuna. Antes de entrar a escena, el colectivo coreográfico de la Institución Universitaria CESMAG, "Danzantes del Cerillo", dirigido por el profesor Luis Antonio Eraso se da ánimos, echan porras, y se entusiasman con energía positiva antes de “salir al ruedo”. “Estamos felices porque es un proyecto que se logró aprobar en la Universidad, comencé con diez alumnos y ahora somos ciento ochenta danzantes y músicos”, así, feliz, aunque nervioso, revestido de telas verdes, cubierto de dorados accesorios y llevando una corona de fibra de vidrio habla Luis Antonio, un reconocido maestro de la danza en Pasto y Nariño. “Invertimos como 30 millones, no sabemos cuánto es el premio, no lo hacemos por eso, sino para que la danza viva”.


Los Danzantes de Cerillo antes de ingresar a la grama del estadio Libertad.

Todos los zanqueros de los diversos colectivos se muestran felices porque serán sus compañeros los que deban demostrar el mejor talento ante el jurado, también se notan decepcionados, no pudieron ingresar porque cada zanco podía arruinar la grama del estadio. Aún así Lucía Portillo estaba dichosa. Su hermana Cristina Cruz me cuenta que ella estaba ahí, acompañándola, porque entre los 25 propósitos que Lucía planeó para cumplir en 2012, estaba el de poder ser parte de los carnavales de negros y blancos, y hoy estaba haciendo realidad ese sueño.

“Definitivamente no hay límites para nada” dice Lucía, evidentemente emocionada, con una sonrisa que contagia. Exhibe una mariposa pintada en su rostro y mientras termina de organizarse cuenta que fue cuestión de ver a los grupos coreográficos pasar frente a ella para sentir esa emoción “ese deseo de ser parte de ellos, quería vivir ese trabajo, ese esfuerzo, esa pasión por lo que somos, porque aquí se demuestra la belleza de nuestra música, de nuestro amor por la tierra”. Carlos Cruz, hermano de Lucía está feliz, también la acompañó y en una mochila lleva dulces, panela, mucha agua e información de la representación del grupo del colegio María Goretti al que pertenece Lucía. “Esto es lo que nos mueve como departamento rico, diverso y a la vez único” comenta Carlos una vez pasa otro de los colectivos frente a nosotros evocando cantos andinos que remueven las entrañas. Lucía la hermana, Ana Lucía la madre y Carlos el hermano menor, señalan a Cristina como la responsable de toda esa pasión, alegría y emoción que demuestran en cada palabra y gesto a través de los cuales hacen visible su amor por la música, por la danza, por la tierra: “imagínese que tuve que llegar a este momento para saber que yo era la culpable de todo esto”. Como familia se abrazan, sonríen, se conmueven.


Carlos, Ana Lucía, Lucía y Cristina, ejemplo de una familia que hace del Carnaval de Negros y Blancos, un propósito, un sueño cumplido: danzar por la tierra. 

Cada colectivo da lo mejor de sí en ese escenario fantástico, iluminado para un gran espectáculo que emociona al más frío de los artistas. Tras la escena se besan las parejas felices de haber danzado, se abrazan los amigos. Los más jóvenes buscan el refrigerio. Uno que otro acompañante pelea con el Policía encargado de no dejar pasar a nadie hasta la grama. Madres cargan hasta 4 o 5 bolsos donde llevan las pertenencias de sus hijos. Algunos untan sus caras con aceites y filtros para suavizar la piel quemada por el viento. Varios se dan un banquete de papas cocinadas cubiertas de ripio de carne frita. En la avenida la espera continúa y el carnaval es un derroche de todo tipo de mercancías para el juego. Otros aprovechan para calmar el hambre de los más ansiosos que se dan gusto con pinchos de carne, papas topadas de jugosos caldos, jugos y gaseosas de todo sabor y marca.


A la orilla del camino se construye "La otra senda", desde ahí la mirada es otra, desde ese punto la experiencia es diferente.

Policías venidos de otras tierras muestran su fatiga, y agentes del tránsito local se despiden hasta el otro día. La avenida panamericana es un solo tumulto de buses, taxis y carros particulares, pero sus pitos no alcanzan a silenciar el triunfal canto de las zampoñas, las quenas, los bombos y redoblantes que una vez más llaman a la entrañable tierra para celebrar con ella un año más de fiesta y carnaval.


Familia que danza unida...

Nos vemos en la otra senda.

*Durante la escritura de esta crónica me enteré a través del arquitecto Darío Gamboa de la muerte del profesor Julián Rosales, docente de educación física de la Institución Universitaria CESMAG. Según me narra, un infarto interrumpió su danzar. Silencio y paz. Sea esta nota un homenaje a aquellos que trazan historias a cada paso del carnaval, porque son justamente los protagonistas de “La otra senda” que hemos decidido andar.

AGRADECIMIENTO ESPECIAL A LUIS PONCE M. QUIEN CEDIÓ ALGUNAS DE SUS MEJORES IMÁGENES PARA AMBIENTAR ESTA CRÓNICA DESDE LA OTRA SENDA.

No hay comentarios: