Si hay algo que permite diferenciarnos como especie humana, como género humano de la creación es la expresión del lenguaje hecha idioma, hecha arte. La evolución del ser humana radica en la complejidad de su sistema de comunicación y en el papel que desempeña el lenguaje en ese proceso de construcción de lo social, de lo puramente humano es el eje de la acción humana. El periodista, el mediador, el comunicador, el canalizador del mensaje público posee la capacidad, conlleva la responsabilidad y debe ser ícono del buen uso de ese lenguaje que facilita o perjudica la comunicación.
Al leer en el papel los gazapos que confunden el número y el género o notar imprecisiones en la construcción gramatical o escuchar en la radio los titubeos permanentes, los trastabilleos o la palabra llena de dudas, se genera esa necesidad de insistir en el uso adecuado del idioma, en su correcta constitución lingüística, no por el ánimo de convertirse en dogmáticos de la Academia de la Lengua, o de pretender posturas intelectuales, sino por la simple responsabilidad que implica comunicar de manera precisa el mensaje desde el empleo adecuada de la herramienta que facilita la acción comunicativa.
Si el periodista elude esta responsabilidad bajo las premisas contemporáneas que establecen que todo da lo mismo, y que lo importante no es la forma sino el contenido, pues entonces también dará lo mismo que quien comunique sea un periodista o un no profesional del oficio, advirtiendo, aquí también, que el profesional no puede ser estigmatizado por la posesión de sus títulos de abolengo universitario, sino desde la certeza de aquel que ejerce el oficio de manera cotidiana, solucionando problemas relacionados con la información y la comunicación.
La relación comunicativa básica es una sumatoria equilibrada de forma y contenido, de substancias y formas; vale tanto el formato como lo que lleva dentro de sí. Bellos diseños gráficos deben ir acompañados de informaciones completas, precisas, pertinentes y contextualizadas, pero también de mensajes bien dichos, bien escritos, bien narrados. Ahí, el lenguaje entra a la esfera, entra al estadio del juego y así como la palabra sirve para alabar, también es empleada para atacar o juzgar. Una palabra mal empleada, un juego gramatical construido inadecuadamente bien podría desatar una batalla o facilitar un proceso de paz.
En el contexto del conflicto armado, lo recuerda Javier Darío Restrepo, la verdad es la primera de las víctimas. Por tanto, es deber del comunicador, del periodista, hacer uso de la palabra para remediar la verdad, para rescatarla, para evidenciarla, para convertirla en un bien público. La verdad, entonces, se compone de palabras adecuadas, de lenguajes oportunos. El lector, que no es desprevenido, se asoma a todo texto comunicativo, bien de la televisión, bien de la prensa, bien de la radio, bien de los medios electrónicos, con la intención de descubrir qué verdad está narrándose en esos espacios de la comunicación social. Creer que las audiencias siguen siendo las mismas masas de los primeros años del siglo XX, desatendidas de su contexto, como lo creían algunos teóricos de los Mass Media, es una falacia. Hoy, el lector es crítico, analítico y supremamente prevenido ante los mensajes mediáticos, toda vez, que por esos mismos han circulado muchas mentiras que fueron exhibidas como verdades públicas, para luego ser descubiertas por la historia.
De ahí que la precisión del idioma, que el correcto uso del lenguaje no se limite solamente a unos tecnicismos académicos establecidos por un deber ser, sino que va más allá de las reglas gramaticales tradicionales. Determinar si una tilde se pone o no sobre la sílaba acentuada, supera las normas de las palabras agudas, graves o esdrújulas, se trata de determinar en profundidad la intención comunicativa de la palabra, y de descifrar los códigos de las múltiples relaciones que pueden surgir o limitarse con el uso de un signo, de un símbolo, de un grafismo.
Somos lenguaje, y nosotros sus defensores. Somos lenguaje y él nuestra mejor herramienta. Somos lenguaje e idioma, somos comunicación.
Al leer en el papel los gazapos que confunden el número y el género o notar imprecisiones en la construcción gramatical o escuchar en la radio los titubeos permanentes, los trastabilleos o la palabra llena de dudas, se genera esa necesidad de insistir en el uso adecuado del idioma, en su correcta constitución lingüística, no por el ánimo de convertirse en dogmáticos de la Academia de la Lengua, o de pretender posturas intelectuales, sino por la simple responsabilidad que implica comunicar de manera precisa el mensaje desde el empleo adecuada de la herramienta que facilita la acción comunicativa.
Si el periodista elude esta responsabilidad bajo las premisas contemporáneas que establecen que todo da lo mismo, y que lo importante no es la forma sino el contenido, pues entonces también dará lo mismo que quien comunique sea un periodista o un no profesional del oficio, advirtiendo, aquí también, que el profesional no puede ser estigmatizado por la posesión de sus títulos de abolengo universitario, sino desde la certeza de aquel que ejerce el oficio de manera cotidiana, solucionando problemas relacionados con la información y la comunicación.
La relación comunicativa básica es una sumatoria equilibrada de forma y contenido, de substancias y formas; vale tanto el formato como lo que lleva dentro de sí. Bellos diseños gráficos deben ir acompañados de informaciones completas, precisas, pertinentes y contextualizadas, pero también de mensajes bien dichos, bien escritos, bien narrados. Ahí, el lenguaje entra a la esfera, entra al estadio del juego y así como la palabra sirve para alabar, también es empleada para atacar o juzgar. Una palabra mal empleada, un juego gramatical construido inadecuadamente bien podría desatar una batalla o facilitar un proceso de paz.
En el contexto del conflicto armado, lo recuerda Javier Darío Restrepo, la verdad es la primera de las víctimas. Por tanto, es deber del comunicador, del periodista, hacer uso de la palabra para remediar la verdad, para rescatarla, para evidenciarla, para convertirla en un bien público. La verdad, entonces, se compone de palabras adecuadas, de lenguajes oportunos. El lector, que no es desprevenido, se asoma a todo texto comunicativo, bien de la televisión, bien de la prensa, bien de la radio, bien de los medios electrónicos, con la intención de descubrir qué verdad está narrándose en esos espacios de la comunicación social. Creer que las audiencias siguen siendo las mismas masas de los primeros años del siglo XX, desatendidas de su contexto, como lo creían algunos teóricos de los Mass Media, es una falacia. Hoy, el lector es crítico, analítico y supremamente prevenido ante los mensajes mediáticos, toda vez, que por esos mismos han circulado muchas mentiras que fueron exhibidas como verdades públicas, para luego ser descubiertas por la historia.
De ahí que la precisión del idioma, que el correcto uso del lenguaje no se limite solamente a unos tecnicismos académicos establecidos por un deber ser, sino que va más allá de las reglas gramaticales tradicionales. Determinar si una tilde se pone o no sobre la sílaba acentuada, supera las normas de las palabras agudas, graves o esdrújulas, se trata de determinar en profundidad la intención comunicativa de la palabra, y de descifrar los códigos de las múltiples relaciones que pueden surgir o limitarse con el uso de un signo, de un símbolo, de un grafismo.
Somos lenguaje, y nosotros sus defensores. Somos lenguaje y él nuestra mejor herramienta. Somos lenguaje e idioma, somos comunicación.
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