EN EL CIELO NO HAY
MONGÓLICOS
Por: Patricia Bejarano
Herrera - Comunicadora social y periodista de la Universidad Javeriana.
Máster en Gestión de
Empresas de Comunicación de la Universidad de Navarra.
Cursante de El Lugar de Las Palabras
Carta 1. 1 de agosto de 2020
Asunto: Mi mongólico favorito
Hola Juancho.
Siempre he considerado que ahora estás mejor que antes. Estos días he pensado
mucho en ti. Siempre te había recordado, pero ahora eres una idea constante en
mi cabeza. Lloro cuando pienso en ti. Es un llanto nostálgico porque quisiera
devolver el tiempo y tenerte de nuevo en mis brazos y consentirte.
Algunas veces lloro
de irritación y despecho por no haberte cuidado más cuando estabas en el
hospital. Debí tragarme la “jartera” que sentía al saber que en el hospital
siempre mi papá estaba contigo para cuidarte y se alardeaba diciendo que al único
que le hacías caso era a él, pero fresco, después hablamos de nuestro “león”.
Ya te explicaré porque lo llamo así. Han ocurrido muchas cosas que quiero que me
confirmes si las sabes o no. De esta manera, compartimos nuestras perspectivas.
Tu desde el cielo y yo desde aquí.
(Respiro)
Como te venía
diciendo: te pienso y me imagino que estás convertido en un apuesto ángel; sí,
como esos que pintaba Miguel Ángel: fuerte, musculoso y atlético. Me imagino
esto, porque si con tus características especiales de mongólico eras el niño
más hermoso del mundo, en el cielo las cosas deben ser mejores ¿no?
¿Sabes? Mi
mamá me dijo un día que sería rico poderte ver con tu nueva presencia. -En el
cielo no hay mongólicos - eso me dijo un día y, como tú sabes, yo le creo todo
a ella. Pero, la verdad sería muy divertido que todavía fueras mongólico y que
te pusieras de ruana el cielo, como te pusiste de ruana esta tierra. Me imagino
a los otros ángeles, serafines y querubines tratando de controlarte. Me da
risa. Eras tan ocurrente. Hacías cosas que a nadie se le hubiera ocurrido hacer
en la vida.
Mi mamá
también habla sobre ti y recapitula sueños y anécdotas que nos pasaban contigo.
Y cuando ve una fotografía tuya dice ¡Ay, mi Juancho! Mi papá también te
recuerda con mucho amor; en cambio Daniela, mi hija ¿la recuerdas?, ella nunca te
quiso. Le hiciste tantas maldades que nunca te logró perdonar. Hasta creo que se
alegró de que te hubieras muerto. No la culpo, fue una niña y ahora es una
adolescente consentida y malcriada.
¡En fin! Te
sigo contando como te pienso. También te imagino como un ángel, pero no tan provocativo,
sino como un angelito tierno como los de Rafael, esos gorditos; como fuiste tú en
alguna época. ¿Recuerdas que te decía “mi gordo”?
Esa clase de
apelativos no los uso frecuentemente, pero contigo sí porque desde que te vi por
primera vez en esa “gigante abuelita azul” me enamoré de ti y todos mis besos,
abrazos y expresiones de cariño fueron exclusivamente tuyos.
Te amé desde
el primer momento y eso que yo quería una hermanita. Gracias a Dios fuiste
hombre ¡y que hombre! En realidad, me llevo mejor con los hombres que con las
mujeres; con decirte que ni con nuestra hermana tengo relación. Sé que vive en
Cartagena con su familia, que está bien. Adoro a Santiago, su hijo. El que
nació nueve meses después de tu muerte.
Recuerdo que con
mi mamá guardábamos la esperanza de que el hijo de Marlene le saliera
mongólico; era simplemente una idea, un deseo, una aspiración, para poderte
tener otra vez entre nosotros y que también se llamara Juan Carlos ¿Te
imaginas? Hubiera sido bueno repetir, con más experiencia, lo que vivimos
contigo.
¡Noooo! No era
por desearle mal a mi hermana, era todo lo contrario. Estábamos tan tristes por
tu partida que necesitábamos que volvieras. Además, todas las condiciones se daban. Marlene
de 42 años, débil, hija de primos hermanos, genéticamente vulnerable, era
fácil, pero finalmente no fue así. Santiago Villa Bejarano nació normal.
Grosero, necio, voluntarioso y además costeño. Pero lo amo desde la distancia
porque casi no lo he visto. Tiene siete años y si lo he visto ocho veces es
mucho. Él en Cartagena y yo en Bogotá.
Tengo tantas
cosas que decirte y quiero, a través de estas cartas entender nuestra historia;
no solo la tuya y la mía; sino la de nuestros padres, la de nuestra hermana y
la de las personas cercanas que tuvimos, para comprender la máquina de
emociones que habita en mí, que muchas veces me lleva a los socavones más
tenebrosos de mi existencia. Hoy, más que nunca. Juancho, te debo contar algo
terrible.
He pensado
muchas veces en irte a buscar, ya sabes, tomarme unas pastillitas para que mi
alma se separe de mi cuerpo y llegar donde están los muertos. Aunque yo sé, o
esa es la creencia, que si me mato me voy para el infierno y allá no te voy a
encontrar obviamente, porque tú fuiste un ángel siempre y te fuiste como un
soplo al paraíso, derechito, sin necesidad de pasar por el infierno ni por el purgatorio.
Naciste ángel y te fuiste ángel.
Así que por
ahora no me voy a tomar ningunas pastillitas, ni me voy a botar por ningún
balcón. No al menos mientras entienda mi pasado y mi presente.
Por ahora te
cuento que no estoy muy bien de ánimo. Las depresiones vienen y van. Pero, en
este mismo instante no me siento tan bien y estoy muy susceptible. Todo es una
tragedia. Una tragedia diferente a como fueron tus últimos días en esta tierra.
Tu dolor era físico, tu cuerpo lo demostraba; el mío es del alma. Estoy rota
por dentro, pero escribir esto y tener la confianza de que me escuchas me
motiva.
La pregunta que
me surge en este momento es: ¿el sufrimiento físico supera al del alma? Tus últimos
meses en esta tierra fueron terribles. Tu no lo decías, por obvias razones,
pero tu mirada lo expresaba todo. Tu dolor también debió doblegar tu espíritu,
pero nunca tuve la certeza ya que tu incapacidad de hablar daba paso a muchas
conjeturas.
Recuerdo un
día que llegué a visitarte al Hospital Militar y cuando entré a tu habitación
estabas totalmente entubado por boca, nariz y estómago. Además, tenías tus
manitas atadas con unas sábanas a la cama, porque era obvio que con un poco de
libertad te ibas a arrancar los implementos médicos sin importar las
consecuencias. Lo recuerdo y vuelvo a llorar.
Por favor mi
Juancho respóndeme esta carta lo más pronto posible. Dime lo que quieras, pero
hazme saber que estás conmigo.
Te amo,
Tu hermana
preferida
Carta 2.
2 de agosto de 2020
Asunto: Los únicos que
no lloran son los bobos
Hola hermana:
Claro que estoy contigo. Tus pensamientos te lo confirman ¿Qué me
quieres contar?, ¿por qué estás tan triste? Dímelo ya.
Espero encontrar esa respuesta en tu próxima carta. Prométeme que
es lo primero que me vas a escribir.
Por ahora te cuento que lo que dijo mi mamá es verdad. En el cielo
no hay mongólicos. No puedo ver nada de lo que pasa en la tierra. Aquí todos
somos iguales y hacemos lo mismo. No existen los días ni las noches.
Paty, me parece una buena idea este cruce de cartas ¿Por qué no se
te había ocurrido antes? Pero, de una vez te digo que no eres mi hermana
preferida. Con esto no busco empeorar tu estado de ánimo. Las amo a las dos.
Ustedes, aunque diferentes en personalidad y pensamiento, me adoraron sin
reparos, conociendo y no conociendo la verdad de mi condición. Las dos me
cuidaron, me consintieron y por eso no tengo hermanas preferidas. Las dos lo
son.
Hasta recuerdo el día en que una monja de tu colegio, cuando
estabas en segundo de primaria, al ver que no aprendías rápido y no dabas pie
con bola en los exámenes te dijo: -Patricia usted es igual de retardada mental
que su hermano-, y tú, orgullosa de ser como yo. Mi mamá fue la que se encrispó
y fue a donde la directora a hacer el reclamo. A esa monja le fue mal, la
trasladaron a otro convento por haberte dicho eso.
Sí, te confieso que los últimos años de mi vida fueron pesados,
dolorosos y aburridos. Pero no quiero iniciar esta conversación con las
experiencias de esos días. Más bien te voy a contar como fue mi nacimiento y
porque llegué al mundo de ustedes de esta manera.
Ahora, desde donde estoy, puedo -como en una película de ciencia
ficción- comunicarme a través de los pensamientos. Como lo estamos haciendo
ahora. ¿Empezamos?
Recuerdo el día que llegué a la casa de Villa Luz. Estaba haciendo
frío. El reloj marcaba alrededor de las dos de la tarde. Mi abuelita Beatriz,
Marlene y tú abrieron la puerta de aquella casa con una felicidad desbordante
para recibirme. Mis papás llegaron un poco cansados, tristes y preocupados. Ya
habían recibido la noticia de que yo no era normal.
Durante el parto, mi mamá sintió que algo sucedería. Conoces bien
su capacidad de anticipar los resultados de la mayoría de las situaciones. Su
inteligencia emocional y sabiduría lo hacen posible. Es parte de su
personalidad tranquila y equilibrada. Ya hubieras querido tu heredar algo de
esto ¿cierto? Siempre te lo escuché decir. Decías a modo de chiste: - mi mamá
es como una bruja, todo lo que ella dice la mayoría de veces se cumple -. Por
eso confías tanto en ella y eres tan dependiente.
En esa ocasión mi mamá lo intuyó en el mismo momento de mi
nacimiento porque ya había tenido la experiencia, con ustedes dos, de que los
bebés lloran al nacer incontrolablemente para demostrar que sus pulmones están
sanos. En cambio, yo no lloré, no tuve necesidad
de demostrar que mis pulmones estaban sanos, porque en realidad no venía bien nada
bien. En ese momento mi mamá recordó las palabras del doctor que recibió a
Marlene cuando le dijo -la niña está bien, su llanto lo dice todo porque los
únicos que no lloran al nacer son los bobos-.
En ese instante mi mamá no tuvo necesidad de preguntar nada más.
Con ese simple hecho supo que yo no era normal. El doctor se acercó y le dijo:
-lo lamento mi señora, el niño nació mongólico. Se trata de un síndrome conocido
como Down. Sus características físicas lo corroboran, pero le haremos algunos
exámenes para revalidar lo que le estoy diciendo -.
Obviamente mi mamá se desmoronó, hasta tuvieron que aplicarle
algunos calmantes, pues la noticia le cayó muy mal. Estuvo llorando un largo tiempo. Después mi
papá entró a la habitación, me miró y felicitó a mi mamá. Ella le respondió:
-No se alegre tanto. Mire bien al niño -. Por supuesto mi papá no
entendía nada y le dijo que me veía normal. Entre tanto mi mamá seguía llorando
hasta que llegó el doctor y les explicó que yo tenía un desequilibrio genético
y que eso me haría especial. También les dijo que la malformación con la que
había llegado me impediría aprender a caminar y a hablar, pero que no se
preocuparan porque generalmente los mongólicos se mueren rápido.
Mis padres quedaron más preocupados que antes y se concentraron en
llorar y lamentarse de que yo fuera un mongólico. Fueron momentos muy difíciles
para ellos, pues nunca pensaron que algo así sucedería con algún hijo suyo.
Además, ustedes habían nacido normales.
Cuando se quedaron solos en la habitación, mi mamá inició una
serie de preguntas que nunca tuvieron respuesta: - ¿Será que esto sucedió porque
somos primos hermanos?, ¿O será porque ya estaba muy vieja para tener hijos? -.
Mi mamá contaba con 35 años, en esa época, esa edad era considerada riesgosa
para tener hijos.
Las explicaciones se terminaron y tuvieron que abandonar la
clínica Palermo, asumiendo el nuevo reto que les había impuesto la vida. Este
fue el inicio de la historia.
Espero tu próxima carta. Ahora sí cuéntame lo que me tienes que
decir.
Te amo.
Juan Carlos
Carta 3. 4 de agosto de 2020
Asunto: La llegada del
Down
Hola Mi Juancho:
Recuerdo al
pie de la letra tu llegada a nuestra casa. Pasaron algunos días antes de que nos
dieran la noticia de que teníamos un hermano muy especial. Para mí eras
especialísimo. Eras el hermano perfecto, lo que yo siempre había soñado. O
bueno, hubiera preferido una mongólica, pero no importa. Fuiste el más lindo.
Sí, mi mamá
nos contó que cuando estaba embarazada de Marlene se enfermó y que, en el
momento de su nacimiento, todo fue un estrés porque los médicos pensaban que la
bebé estaba muerta. Por eso le practicaron una cesárea de emergencia y Marlene
nació. Sin embargo, a mi mamá le preocupó que llorará tanto y fue cuando el
médico le dijo eso de que estaba bien dizque porque los únicos que no lloran al
nacer son los bobos ¡Qué tal el atrevido!
Te había
deseado tanto. Mi mamá me dice que por mi insistencia tomó la decisión de
embarazarse porque todos los días le decía: - mami, quiero una hermanita, por
favor. ¿Cómo se hace para que nazcan los niños? -. La amenazaba diciéndole: - si
no lo tienes tú, lo tengo yo. ¿Dime cómo se hacen los niños? -. Mi mamá me
decía que uno se tenía que comer un muñeco con pan y mantequilla y listo. A mí
me pareció terrible y me imaginaba comiéndome a mis muñecos Juanita, Nicolás o
a Pedro. Por eso nunca lo hice. Menos mal que mi mamá me hizo caso, porque la
obsesión era tan grande que un día me hubiera preparado ese extraño sánduche de
muñecos.
Recuerdo las
ojeras de mis papás, el desánimo de mi mamá, el cansancio y los cuchicheos que
mi mamá y mi abuelita sostenían por horas, mientras nosotras estábamos felices pegadas
a tu cuna de madera, esperando a que te despertaras para hacerte carantoñas.
Eras nuestra nueva distracción.
Al otro día,
mi papá se fue a trabajar, mi abuelita se quedó en la casa acompañando a mi
mamá y nosotras ayudando a preparar teteros y viendo cómo mi mamá te cambiaba
los pañales. Eras tan chiquitico, tan tranquilo. Llegaste un viernes, así que
el fin de semana no teníamos que ir al colegio. Eso nos permitió estar más
atentas de lo que pasaba.
El cambio
repentino de actitud de mi mamá nos desconcertó. Se la pasaba llorando y de mal
genio. A pesar de eso, te gozamos hasta la saciedad. Mi mamá nos daba permiso
de sacarte de la cuna, alzarte, arrullarte y hasta bañarte. Era emocionante. Tu
no llorabas, te dejabas hacer de todo sin queja alguna.
Después entendí
que mi mamá nos permitía estar contigo tan libremente porque su profunda
depresión no le permitía concentrarse en tu cuidado sino en todo lo que iba a
pasar más adelante. Claro, todo bajo la supervisión de mi abuelita. Nos decía: -
¡cuidado con el chinito! -. Claro, éramos pequeñas y no pensábamos en los
cuidados extremos que deben tener los bebés.
Eso nos
permitió tener más conexión contigo. Con mi hermana nos peleábamos por ti. Así
que pasabas de mano en mano.
Pero llego el
día. No sé si te acuerdes. Yo te estaba cargando y arruchando en el hall de la
casa. Estábamos solos. De un momento a otro quise entrar al baño o al cuarto de
mi mamá para dejarte en la cuna, no me acuerdo muy bien, pero tu cabeza se
estrelló contra el marco de una puerta que era de hierro.
El golpe hizo
retumbar toda la casa. No pasaron dos minutos cuando mi mamá apareció
sobresaltada y gritando quién se había caído. Le expliqué que tu cabeza se
había estrellado contra el marco de la puerta. Ese día sí lloraste, yo también,
porque mi mamá te arrebató de mis brazos y me regañó. Recuerdo que te sobaba la
cabecita con nerviosismo y lloraba. Se sintió culpable. Desde ese momento la
historia tomó otro rumbo.
Ese accidente
hizo reaccionar mi mamá. Ahora toda la atención era para ti y ya no eras tan
accesible para nosotras. Mi mamá ya nos controlaba más y supervisaba cada
movimiento tuyo. Desde ese momento mi mamá se olvidó de su depresión y todo se
organizó.
Juancho,
perdón por ese golpazo que te hice dar. Fue sin culpa. Era tan pequeña que no
tuve cuidado, pero como dicen por ahí, todo pasa por algo. Si ese accidente no
hubiera ocurrido mi mamá no hubiera despertado y entendido que tenía que
cuidarte y protegerte de todos los peligros. A partir de ahí nunca te dejó de
cuidar, hasta tu muerte.
Y aunque no te
salió sangre solo un gran chichón que casi no se te pasa, te confieso que me
duele la cabeza al recordar ese momento.
Discúlpame de
nuevo.
Escríbeme
pronto.
Te amo
Paty, tu
hermana no preferida (Me dan celos).
Carta 4.
6 de agosto de 2020
Hola Patty. No me contaste nada ¿Qué es lo que me tienes que decir?
Lo que me narras no fue tan terrible y además ya pasó. Claro que
te perdono, eras muy chiquita, solo fue un descuido y como dices, gracias a ese
golpe mi mamá dejó de pensar que yo era un problema y me empezó a aceptar sin
reparos.
Se curó de su depresión y empezó a sentirse orgullosa de mí.
Recuerda que los grandes golpes que te da la vida son los que te hacen más
fuertes.
Además, ese golpe me hizo despabilar. Seguramente algo se movió en
la cabeza que me tenía dormido y aletargado. Después de eso, la vida empezó a
ser una fiesta.
Te dejo porque quiero recibir la próxima carta rápido y que me
cuentes de una vez por todas lo que me tienes prometido.
Juancho
Carta
5. 7 de agosto de 2020
Asunto: La vida es fue
una fiesta
Hoy no tengo
muchos ánimos para escribir. Estoy muy preocupada. Gracias por recordarme que
la vida fue una fiesta contigo.
Desde tus dos
años, más o menos, eras el niño más hiperactivo de la vida ¿Producto del golpe?
Eras adorablemente insoportable. Todas nos divertíamos, pero ¿recuerdas las
furias de mi papá? Tirabas todo, gritabas, te reías solo, desordenabas lo que
encontrabas, nos halabas el pelo, nos mordías, nos pegabas; arrancabas gafas,
robabas helados, reventabas cadenas, te sacabas la mierda y la untabas en las
paredes; comías insectos, te sacabas los mocos y hasta recuerdo el día que te
bebiste un cuarto de frasco de Baygón. Aún no caminabas, pero te dabas las
mañas para abrir los closets y sacar todo, chuparlo, botarlo y romperlo. Qué
fuerza la que tenías. Eras incontrolable.
¿Recuerdas que
yo te hacía terapias de lenguaje? Te
sentaba frente a mí para que repitieras las palabras que yo te decía. Quería
que hablaras, ya era hora de que hablaras y que caminaras, pero tú no llegaste
sino a decir: agua, a pipí y Juan, con mucha dificultad. Después todo se te
olvidó y jamás volviste a decir palabra. Todo era a señas y risas.
Te gustaba el
ruido. Por eso buscabas desesperadamente los platicos de mi vajilla azul de
juguete y los ponías a girar en el suelo una y otra vez hasta que caían con tu
oreja pegada al piso para escuchar la vibración ¿Te acuerdas de una tortuga de
Fisher Price que emitía un sonido particular cuando se tiraba de la cuerda que
tenía? Tu durabas horas y horas con esa tortuga dándole vueltas a la mesa del
comedor, riéndote a carcajadas y tocándote el pito.
Otras veces
producías sonidos guturales con tu lengua afuera y babeando todo por horas y horas,
sentado como un buda en el piso de la sala de la casa. Otras veces, te distraías con un radio
transistor a todo volumen pegado a tu oreja ¡Qué desespero! Sin embargo, tuviste
muchos radios transistores porque cuando te aburrías, los botabas lejos contra
lo que fuera y se destruían completamente. Como te gustaban, mi mamá siempre
tenía uno nuevo para ti. El último que tuviste lo tengo yo, como adorno en mi
biblioteca. Aún funciona. No se le puede subir el volumen ni cambiar de emisora
¿Te acuerdas que mi papá le echo un pegante en las rueditas del volumen y del
sintonizador para que no lo pudieras maniobrar?
Me imagino que
fuiste feliz en la casa de Villa Luz donde viviste once años. En ese barrio los
aviones pasaban casi tocando el tejado porque era muy cerca del aeropuerto.
Para todos era un tormento, me imagino que para ti era una dicha.
¡Ay Juancho! Raro
sí eras. Ya eras grandecito y ni hablabas ni caminabas. Solo gateabas como un
gatico buscando que pilatuna hacer. Me acuerdo del cajón de juguetes que mi mamá
dispuso para mantener medianamente ordenada la casa. Tu cajón, era el último,
de un armario grande y estoperoludo que estaba en la alcoba de mis papás, donde
guardaban parte de su ropa. Ese cajón,
casi a nivel del piso, siempre estaba abierto y desocupado porque tu diversión
era sacar todo y esparcirlo por toda la casa. Cuantas veces tuve que recoger tu
desorden.
¡Uy! Me acuerdo también cuando le
volteabas el cenicero a mi papá en la cabeza, cuando se quedaba dormido viendo
televisión. ¡Qué peloteras! En una época te dio por coger los platos de la
vajilla y los bombillos para romperlos contra el suelo. Eso era una diversión
total para ti.
Aún recuerdo tus manitas rojas de todos
los golpes que mi papá te daba por lo que hacías. Tú como si nada. ¿No te
dolía? Eras tan especial que cuando hacías algo que sabías que no se debía
hacer, ibas tú mismo y le extendías tu manita a mi papá para que te pegara y te
dijera tonto. ¿Bobito no?
Mi papá
siempre se desesperó por tus comportamientos raros. Recuerdo un día que te dejó,
muchas horas, sentado en tu mica azul para que aprendieras hacer popo y pipi y
tú lo único que hacías era rascarte el pito. Tenías esa maña a toda hora
¿sentías rico?
¡Ay mi papá! Siempre
lo miré con recelo por portarse así contigo. Odiaba su malgenio, su prepotencia
y el trato que le daba a mi mamá y tú, que fuiste su principal víctima, al
final lo aceptaste, lo querías y lo respetabas.
Espero tu carta mi Juancho hermoso. La verdad me divertí recordando todo esto.
Gracias por no hacerme olvidar que la vida fue una fiesta contigo.
Patty
Posdata: lo de las
terapias de lenguaje no fue gratuito. Desde que eras un bebé mi mamá buscó la manera de que aprendieras algo. Por eso buscaba incansablemente a personas que
la ayudaran y en una de esas, conoció a Myriam, la gringa ¿te acuerdas? Ella
fue la que te enseñó a caminar con arroz, sí tu comida preferida como la de cualquier
mongol. El arroz y el pan eran tus comidas predilectas. Pero el arroz hizo que
caminaras cuando cumpliste los cinco años. Qué suerte, porque alzarte era
pesado. Nos turnábamos entre las tres para no agotarnos, especialmente cuando
mi mamá tenía que hacer diligencias en busetas donde te portabas muy mal.
La gringa te
metía en piscinas plásticas llenas de arroz, y como mi mamá nos llevaba a todas
partes, mientras no estábamos en el colegio, nos enseñó como masajearte las
piernas. Nos decía que el arroz estimulaba las terminaciones nerviosas del
cuerpo. Por eso todos los días te frotábamos arroz en las piernas hasta que un
día estando en la casa, Marlene y yo nos inventamos un juego. Nos pusimos
frente a frente, a una distancia de uno o dos metros, una a un lado, te ayudaba
a parar y la otra, con los brazos extendidos te decía: “Ven gordo, ven…”. Y en
ese momento diste tus primeros pasos entre abrazos y más abrazos. Hasta que te
aburriste y tomaste otro rumbo, solito, a romper algo, supongo.
Carta 6. 8 de agosto de 2020
Patricia. Muy divertida tu carta. Recuerdo que las profesoras del
colegio le decían a mi mamá que nunca habían conocido a una familia tan feliz
con un mongólico. Eso usualmente no pasa en la vida real.
Pero, Patricia, no me dijiste nada sobre lo que me tienes que
decir. Si no me cuentas, paramos este jueguito.
Juancho
Carta 7. 10 de agosto de 2020
Asunto: Las huellas del león
¡Uy! Juan
Carlos ¿En el cielo también se ponen bravos y orgullosos?
Nunca te
pusiste bravo conmigo ni me hiciste ningún reclamo y ahora me encuentro con
esta sorpresita. Te prefería mongólico: manos de paleta, nariz chata, cuello
grueso, ojos rasgados, lengua afuera, mudo, baboso y cojo y además con dientes
podridos. Te lo diré cuando esté lista. No es fácil. No me atormentes la vida.
Hoy es el
cumpleaños de mi papá. Sabes que no me llevo bien con él.
¡Ay mi padre! Gabriel.
Mi papá, ni ángel ni demonio. Simplemente papá nacido bajo el signo de Leo. Y
si tuviera la posibilidad de cambiarlo, nunca lo haría. No niego que lo quise
cambiar en alguna época de la mi vida. De él me gusta mucho su presencia, elegancia
e inteligencia, no me gusta su personalidad arrogante, mandona e histérica.
Humillante como el solo; odio sus gritos, su maltrato y la incapacidad para ser
cariñoso. Nunca llegamos a aclarar nada porque siempre la conclusión era que él
tenía la razón y que se hacía lo que él quería. Su tono de voz, fuerte como el
rugido de un león.
Mi mamá me
contó que era desaplicado, altanero, desobediente y malgeniado. Que terminó
bachillerato a los 22 años, y mi mami sabe porque los conoció desde pequeño. Son
primos hermanos y cuando niños eran muy unidos. Cuando mi mamá cumplió los
dieciocho años se cuadró con él. Iniciaron una relación a escondidas, pero
contaban que era fácil porque mi abuelito Gregorio, el papá de mi mamá, solo la
dejaba salir con los primos a fiestas y paseos; nunca la dejó tener amigos por miedo
a que metiera la pata. Le salió el tiro por la culata. El noviazgo duró diez
años. Mi papá es dos años mayor, así que se casaron, ella de 28 años y él a los
30. Mi mamá enamorada pese a que conocía al pie de la letra cómo actuaba, cómo
sentía y qué hacía. Mi papá celoso, pero coqueto; bravo, pero compasivo y así
decidieron unirse en matrimonio con la bendición del Papa, sí el sucesor de
Pedro, pues como eran primos hermanos tuvieron que pedir permiso. No sé por qué
Dios no les envió un mensajito sabiendo la vida que tendrían que vivir, pero
bueno, se supone que el libre albedrío imperó.
Esto por una
parte y por la otra, se unieron en matrimonio el 18 de junio de 1970, en contra
de toda la familia, que a través de regaños, consejos y ejemplos trataron de
echar para atrás esa decisión. No obstante, el matrimonio se celebró e inició,
ahí si como dicen una muerte anunciada.
Al cabo de un
año quedaron embarazados y nació mi hermana. Marlene la bautizó mi papá. Mi
mamá siempre sumisa y aunque ese nombre no le gustaba, lo aceptó. A los dos
años nací yo, pero esta vez, mi mamá le dijo que si era niña se llamaría
Patricia. Y aquí estoy yo, orgullosa de mi nombre porque lo eligió mi mamá.
Cinco años después naciste tú, te ibas a llamar Nicolás, pero cuando mi mamá se
enteró que eras enfermo, le dijo a mi papá que te llamara como fuera y quedaste
Juan Carlos.
Después me
enteré que mi papá quería hijos hombres, de malas, le nacieron dos niñas y el
tercero, que era el vencido le nació hombre, pero un hombre especial que nunca
esperó ni aceptó. Así que su frustración llegó al límite y sus intereses se
concentraron en el trabajo, el amor por los carros y la buena vida. Mientras su
disfuncional familia poco o nada sabía de él. Sabíamos que era abogado, un gran
abogado que pasó a ocupar cargo de juez, fiscal y magistrado del alto tribunal
hasta que se pensionó.
La mayoría de
veces llegaba tarde a pelear con mi mamá por la comida que ella preparaba, por
la camisa mal planchada o por el desorden de la casa. Las peleas más
recurrentes eran por la plata. Mi mamá le decía que lo que le daba para el
diario no le alcanzaba y mi papá le hacía unas cuentas pecuecas argumentando
que eso era suficiente y que no le podía dar más.
Se lo decía
gritándola, insultándola, degradándola y maldiciéndola. Aquí sale el león que
representa el poder en las antiguas civilizaciones. Gabriel el león que
representa la potencia animal y brutal y a los seres voluntariosos con fuerza
instintiva e incontrolada y la tendencia a dominar como déspota y a imponer
brutalmente la fuerza y autoridad.
Afortunadamente,
esa fuerza bruta nunca sobrepaso los límites físicos. O bueno, solo contigo. A
nosotras nunca nos llegó a tocar con sus gruesas manos, únicamente nos
debilitaba con sus rugidos imperiosos de león. Su violencia nos asustaba y por
eso hacíamos lo que él dijera, pero tú fuiste el único que se reveló contra él.
El mongolito como te decía. Fuiste el único que no le tenía miedo pese a sus
gritos y castigos físicos. Tu repetías todo lo que a él no le gustaba y te
reías a carcajadas provocando en mi papá una furia absurda y comentarios
humillantes al ver que su poder no te podía doblegar.
Siempre decía
que la culpa de que hubieras sido mongólico era por culpa de mi mamá. Ella
siempre era la culpable de todo y aunque lloraba, sufría y pataleaba siempre
nos defendió, nos cuidó y nos amó. Llegó un momento en que éramos cuatro contra
uno. Nuestro equipo siempre solidario y el equipo de mi papá lo completaba su
egoísmo, el mal humor, su supuesta perfección y narcicismo. Nadie lo quería.
Comprendí
desde muy pequeña que mi mamá no se podía separar por la situación económica.
Mi papá siempre fue el proveedor. Mi mamá nunca estudió, ni trabajó. Ni
siquiera terminó el bachillerato. Mis abuelos siempre la tuvieron como una
reina y odiaba estudiar, así que repitió cuarto bachillerato cuatro veces y ya
tenía veinte años. Renunció, le daba pena ir a estudiar con niñas de catorce
años y ella tan mayor.
Sin embargo,
mi mamá tuvo y aún tiene habilidades maravillosas para la costura; de hecho, mi
hija estudió diseño de modas porque siempre la vio coser indumentarias para
nosotras; nunca fue comercial, aunque hubiera podido atreverse.
Pero
retomemos, nunca se separaron porque mi mamá no tenía la forma de abandonar la
casa con tres niños. Así que aguantó y aguantó y sigue aguantando. ¿Qué
aguantó? Malos tratos, infidelidades y humillaciones.
Pasado el
tiempo Marlene con 25 años y yo con 24 nos fuimos de la casa hacer nuestras
vidas, eso sí con el estudio que mi papá nos pagó. Nos decía: - el estudio es
la única herencia que les puedo dejar así que aprovechen -. Y así lo hicimos.
A ti solo te
pagó por un tiempo muy corto algo de educación. Decía: - pero para qué se le
paga colegio a Juan Carlos si él no va a aprender nada -. En todo caso, mi mamá
se buscó los medios con un pariente que trabajaba en el Ministerio de Educación
y te consiguieron una beca. Estuviste matriculado muchos años en un colegio que
se llama Santa María de la Providencia, donde finalmente, como decía mi papá,
no aprendiste nada y te quedaste eternamente en kínder por más o menos diez
años.
Antes de conseguir
la beca, mi mamá, no sé cómo conoció a una terapeuta gringa llamada Myriam (ya
te la había mencionado), quien le propuso a mi mamá, al conocer su situación
económica, que te hacía las terapias a cambio de que mi mamá la ayudara a
atender a los otros niños con sus tratamientos. Fue algo así como una
asistente, repetidamente la vi barriendo y lavando platos que los otros niños
ensuciaban.
Mi papá ni se
enteró, bueno algo tuvo que saber, pero ni le importaba. Mi mamá finalmente fue
la que se preocupó por nuestras vidas mientras él firmaba sentencias y
coqueteaba con la que se le pusiera en frente. Él sólo llegaba a la casa a
regañarnos y a criticar. Eso fue al principio porque ya más grandes y más fortalecidas,
las tres hacíamos una cadena humana para defenderte de los golpes de mi papá.
Y es que en
realidad fuiste necio. Me acuerdo que comer contigo en el comedor era todo un
reto y con Marlene nos inventamos un juego para defender nuestra comida, pues
tu tenías la manía de jalar el mantel, produciendo regueros, platos rotos,
comida desperdiciada, en fin.
Lo que
hacíamos era apostar con mi hermana algunos pesos y se los ganaba quien no
dejara derramar su almuerzo. La idea era estar pendiente de tus movimientos y
adivinar el momento para levantar los platos, los vasos y todo lo que se
pudiera para que el mantel rodara solo. Era realmente divertido. Nuestra motricidad
fina y gruesa se desarrolló enormemente contigo. Cuando esto pasaba estando mi papá
en la mesa, la tragedia venía. Gabriel, nuestro león, no lo soportaba y dirigía
toda su ira hacia ti que, aunque te pagara en tus manitas, te seguías riendo a
carcajadas, pensando, tal vez, en qué más tirar.
Mi papá no
entendía ni aguantaba ninguna de tus acciones y lo sacabas de sus cabales, hasta
que llegó el día en el que te enfermaste. Todo empezó por una hernia y de ahí
se te fueron multiplicando las enfermedades que te impedían salir del hospital.
Dos días en casa, tres en el hospital; cuatro días en casa, quince días en el
hospital y así sucesivamente. Ya no era raro ver las ambulancias frente al
edificio donde vivías hasta el día en que no volviste nunca más.
Durante esa
época, mi papá empezó a sentir compasión por ti y a defenderte como el león que
es. Tantos exámenes, respiradores, inyecciones, transfusiones, drogas,
doblegaron a mi papá y con todo y esto tu seguías portándote mal. Te arrancabas
el suero, los respiradores, te bajabas de la cama, te escapabas a las otras
habitaciones del hospital a molestar a los enfermos, pellizcabas y les halabas
el pelo a las enfermeras, hasta que tuvieron que tomar la decisión de amarrarte
de pies y manos a la cama para que te dejaras los implementos médicos y no te
hicieras daño.
Tal parece que
toda esta situación doblegó al león y por muchos años él fue quien te cuido;
claro, todos hacíamos turnos por ser tú, un paciente especial. Mi papá y mi
mamá se ganaron la corona de la perseverancia y aguante. En algún momento, mi
papá siempre fue el primer voluntario, mi mamá estaba agotada y enferma.
Así que te
empezó a tratar con cariño, con autoridad, pero con cariño, y hasta nos contó
que te pidió perdón. Tú lo terminaste aceptando. Parecían los mejores amigos.
Ahora mi papá repite que tú fuiste lo más lindo que le pasó en la vida y que
fue y sigue siendo tu maestro. Mi papá dice que cree en Dios y que él es lo más
importante sobre todas las cosas. Asiste a misa, comulga y se confiesa, pero
cuando llega a la casa llega a gritar o a criticar a mi mamá.
Siempre me ha
parecido paradójico que rece tanto, pero que siga siendo él. Histérico,
impaciente, nervioso, obsesivo e intolerante con todo lo que le pasa a su
alrededor. Vive sobresaltado, nervioso, le gusta que lo atiendan rápido y que
todo fluya como él quiere, pero nada le funciona. Todo es un estrés. Pienso
entonces sobre las razones por las cuales Dios no le da una ayudita para
aceptar con tranquilidad la vida y sienta un poco de paz y felicidad.
Mi papá, con
su rugido de león es así porque quiere ser bueno, porque se afana, se preocupa
y nos da todo lo necesario para vivir. Sus acciones lo convierten en el mejor
papá del mundo. Yo no sabía, como sé ahora, tanto sobre el significado del
león. Si hubiera estudiado antes su significado, habría entendido que mi papá
es así y así lo debo respetar. Hace poco tomé la decisión de no enfrentarlo, de
llevarle la corriente, de agradecerle su paciencia y generosidad. Y me relajé,
no, no siento el recelo que me carcomía antes. Ya no siento que necesite
defender de mi papá a nadie, ni siquiera de mí misma. Ahora siento que lo debo
querer y hasta pedirle disculpas por lo mal que me porté, por las palabras que
le dije por no entenderlo.
Es verdad que
los leones borran sus huellas cuando huyen del cazador. Para mí, sus huellas de
maldad y atropello quedaron en el pasado y solo siento un infinito amor hacia
él. Le pido a Dios todos los días que me lo deje unos añitos más tal como es.
Así lo quiero, así como tú lo terminaste queriendo y perdonando, sin entender
nada, pero entendiéndolo todo.
Voy a cantarle
el happy birthday con un ponqué de
mora que le compré.
Espero tu
carta.
Paty
Carta 8.
12 de agosto de 2020
Patty:
Me alegra saber que ya entendiste y quieres a mi papá. Patricia, sigo
esperando tu respuesta. Ya sabes a que me refiero. Me estoy cansando.
Juancho
Carta
9. 14 de agosto de 2020
Asunto: la peor
noticia
Siento que mi
mamá se está muriendo y sufro. Ya no tiene dientes, está flaquita, no le gusta
comer sino chitos, gomas, coca cola, galletas wáfers y chocolatinas jet. Hace
dos años se le partió una vértebra por la osteoporosis, sufre de várices, de
los riñones, tiene incontinencia urinaria y ahora tiene un brazo paralizado por
la artrosis. Se queja todo el tiempo. Ya no puede más del dolor y no quiero que
mi mamá se muera porque es la razón de mi existencia. Tal vez el día que se
muera, yo muero con ella.
¿Tú qué vas a
saber de esto? Tú la estás pasando muy bien por allá. No sabes que es sufrir
una pérdida y te estarás riendo de mí. Sufro, sufro todos los días y no quiero
que llegue ese inevitable día. Me duele su dolor, pero soy tan egoísta que quiero
que viva hasta los doscientos años. No quiero que se vaya al cielo y se
encuentre contigo. La quiero aquí, conmigo. Odio tu cielo.
¿Sabes por qué
tú estás en el cielo y ya no eres mongólico? porque mi mamá se cansó de verte
sufrir y firmó un papel en el hospital donde autorizaba que no te siguieran
haciendo ningún tratamiento para que te fueras rápido y no siguieras viviendo
ese martirio. Tu vida ya era artificial, te mantenían conectado, con
respiradores y transfusiones diarias. Si mi mamá no hubiera tomado esa
decisión, que a propósito no se la comentó a nadie, tu seguirías vivo.
Eso era lo que
te quería decir y ya no quiero seguir con este jueguito de las cartas. No
quiero que me des sermones y que me digas que en el cielo no hay viejitas.
Ahórrate tus palabras, mientras yo, aquí, me sigo martirizando.
Adiós.
Patricia. Tu
hermana no preferida.