Por:
Gustavo Montenegro Cardona
Quien entre a la casa de mi padre, después de
cruzar el primer pasillo donde queda su consultorio, y justo frente al primer
patio, se encontrará con una antigua máquina de coser. Protegido por un vidrio,
el mueble sirve de soporte a una fotografía impresa en papel. En ella todos
estamos pintados de negro. Enrique Cardona, mi tío, que llegó a visitarnos
junto con su esposa de ese tiempo y sus cuatro hijas. A su lado estamos mi
hermano, un primo lejano; Claudia, la niña que adoptamos en casa, mi madre que gozaba como nosotros, mi padre en sus mejores años, Jaime, el responsable del desorden y yo. Jugábamos a carnavales y
la experiencia quedó conservada como una foto para la memoria familiar, pero
dispuesta para todos los ojos.
En la casa materna, en Ipiales, al sur de
Colombia, durante carnavales todos despertábamos con ansiedad esperando que sonara el timbre en la
puerta principal. Jaime Armando Figueroa, un amigo de toda la vida, tumaqueño,
de un metro con noventa llegaba de improviso. Cubría su cabeza con un gigante
sombrero de paja y asistía a la casa con tanto cosmético negro entre sus dedos,
que bastaba un solo manotazo para que todos quedáramos pintoreteados hasta las
orejas en cuestión de pocos segundos.
Usábamos un antifaz de plástico que en no más
de tres rocíos de la carioca de ese entonces quedaba desbaratado. La espuma del
carnaval venía en unos envases rojos, delgados, y se guardaba con esmero, pues
la poca cantidad del contenido debía durar al menos las dos horas del desfile.
Se las denominada cariocas, emulando la festividad brasilera y porque así
venían etiquetadas. Lanzaba un chorro débil y fugaz, y su color rosado no
demoraba mucho en teñir la ropa. Realmente parecía más la copia de un
desodorante que un artículo para jugar carnaval.
Cuando estábamos pintados hasta el ombligo,
juego que sucedía al interior de la casa, entre los patios dispuestos para la
persecución de unos y otros, nos disponíamos para la foto del recuerdo. Mi
padre entonces sintonizaba la emisora en una vieja grabadora a la que mi madre
hasta le había cosido su propio forro, y el fondo musical nos hacía compañía
festiva mientras aguardábamos el desfile de cada día.
Eran los años cuando sólo se jugaba al cinco y
al seis de enero. Lo del carnavalito, el carnaval de la expronvicia, y el día
de la juventud se fueron sumando con los años por la necesidad de proponer un
carnaval incluyente a todas las generaciones y las diversas comunidades del entrañable
y complejo Ipiales.
Cuando el desfile salía desde Bavaria teníamos
la ventaja de ser espectadores de primera fila. Era un verdadero gusto salir a
la calle una vez sentíamos los primeros acordes de la bombarda que marcaba el
compás de la patrimonial Banda Municipal que escoltaba a la trajinada máquina
de bomberos desde donde la Reina de cada año lanzaba serpentinas, confites y
besos que ponía felices a los coquetos caballeros.
Don Aníbal Bastidas, el carpintero del barrio,
el suegro de Jaime, y vecino de al lado, nos surtía de aserrín para el año
viejo del 31 de diciembre, y durante carnavales era la alegría caminando.
Iniciado el desfile cerraba la carpintería y cuando se unía al grupo ya el tufo
a aguardiente y a cigarrillo Pielroja sin filtro delataba su nivel de
entusiasmo.
Durante el desfile del cinco apreciábamos con
extrañeza la llegada de la familia Ipial. La exhibición de objetos
prehispánicos durante el desfile, nos hizo creer en algún momento, que las
figuras similares que mi padre conservaba en la casa podían tener un valor
incalculable por ser piezas de los ancestros que tal vez se hubieran
descubierto en alguna guaca de oro en los tiempos de los abuelos. La idea no
tardó mucho en desmoronarse. Nos asustábamos con los hombres disfrazados de
monos que lanzaban azotes y con los cusillos, aquellos danzarines que se
cubrían con los costales de fique y castigaban con una vejiga de cerdo.
El seis todo era distinto. La calle era una
sola nube blanca. Se usaba un nuevo antifaz y el ritual era el mismo. Jaime
llegaba, nos vaciaba los tarros de talco en las cabezas como si fuéramos
pasteles para hornear, nos tomábamos la foto, y la calle nos esperaba con
melodías de lo que siempre identificamos como música ecuatoriana. Las pocas
carrozas ya eran magníficas, aunque no llevaban el color de las de estos días,
y a su paso aún se sentía el olor fresco del papel recién encolado. Terminado
el desfile la orden era una sola, jugar, jugar hasta el cansancio, hasta quedar
con la cara pegachenta, y la piel tostada, como si se fuera a partir.
Lanzábamos talco, untábamos cosmético blanco y dejábamos que otros hicieran una
fiesta con nosotros.
Entonces llegaban Andrés, Norman, Oscar
Julián, Osman, los hijos de los militares vecinos, el Ñato, y toda una correría
de chiquillos. Tras ellos, algunas horas después, llegaban sus padres a
levantar la fiesta en la sala de nuestra casa. Mi madre, anfitriona única,
servía chocolate con sándwiches de queso para que tuvieran peso en el estómago
y así, sin remordimiento, luego les empacaba todo el aguardiente posible.
Llegada la noche nos enfrentábamos a la osada
tarea de quitar de encima todo el polvo y el cosmético que se había recibido en
la jornada lúdica. Tomaba largas horas de baño con agua caliente, montones de
algodón empapados de aceite, jabón azul, jabón de tierra y todo tipo de recetas
caseras para eliminar las marcas del carnaval, que a pesar de todos los
esfuerzos, se quedaban durante un par de días más recordándonos la diversión de
las buenas horas vividas en medio de la fiesta popular.
Treinta años después la fiesta es diferente,
la espuma reemplazó al talco, el cosmético es de múltiples colores, ya no se
juega en las casas y tampoco hay fiesta en el patio. Las carrozas son monumentales,
sus motivos retratan todo lo que somos como cultura, los colores y el brillo en
nada se compara con la palidez de aquellos años de mi infancia. Ya no hay quien
nos asuste, año tras año los artistas se esmeran por brindar lo mejor de su
locura creativa a los millones de espectadores que aún se maravillan por el
efímero arte que ahora cubre extensos kilómetros de una senda que ya no cabe en
nuestras ciudades.
Cientos de murgas, comparsas, disfraces,
carrozas no motorizadas y enormes carruajes de fantásticos motivos se toman, ya
no sólo Ipiales, sino buena parte de Nariño, algunos municipios de Cauca y
Putumayo y hasta zonas del Ecuador. Ya no viene mi tío, pero miles de turistas
regresan hechizados por el delirio colectivo que despierta este carnaval que no
dibuja fronteras.
La madre ya no sirve chocolate a los
invitados. Miles de casetas se tomaron las aceras de los parques para hacer de
la comida un negocio de temporada que deja réditos a algunos pocos, así como a
los dueños de las cervezas y los pasabocas de fécula de maíz. Abunda la publicidad
y las orquestas. Mucho mercado, poco barrio. Mucho “perfumado”, pocos
Castañedas en el cuatro. El baile en los parques sigue pareciendo un riesgo. Sin
embargo, qué no hubiera dado mi madre por tener las redes sociales y la
tecnología de hoy para compartir con los suyos la fiesta del sur que día a día
tiene más canales para su difusión.
Nunca me hubiera imaginado que quince años
después estaría viviendo y enamorándome de uno de los carnavales más
sorprendentes del país y que estuviera buscando, una y otra manera para narrar
los relatos y las historias que nos permitan defender este patrimonio que, como
la foto de mi casa, se cuida porque ahora le pertenece a todos.
2 comentarios:
Mi gran amigo Gustavo. Son recuerdos gratos aquellos carnavales; pero como lo expresas; todo a cambiado; pero con o sin cambio. Cada una de nuestras generaciones deben vivir su carnaval. Aunque no hay tiempos mejores que los ya vividos; así como ha cambiado todo. Estamos para contar a todos que la vida es.única y como tal debemos aprovecharla. Excelente tu artículo; dejame decirte que recordar es vivir. Arte. FRANKLIN MUESES.
Qué gusto leerte mi querido Franklin. Te envío un fuerte abrazo. Gracias por el comentario.
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