sábado, 3 de abril de 2010

La urgencia de los nuevos ritos


Por: Gustavo Montenegro Cardona

Por ser el tema religioso un asunto de altísima sensibilidad me mantengo siempre al margen de ciertas discusiones que no siempre se asumen desde la razón, sino que se limitan al apego de las pasiones morales, o de los conceptos meramente abstractos que se arraigan a los dictámenes del corazón. El remolino que se produce cuando las fibras de la fe se ponen en consideración puede ser tan peligroso como la misma polaridad política que ha venido dividiendo al mundo sin dar lugar a la mediación de la palabra, poniendo por encima del interés colectivo la posición individual, el sentido subjetivo, la enraizada consideración visceral que cierra la puerta del entendimiento y abre las ventanas del apasionamiento.

Aún así, me atrevo y asumo las responsabilidades que puedan surgir desde mis planteamientos, los mismos que surgen desde el puro sentido reflexivo al que se invita durante los denominados días santos del calendario y que en coherencia con la celebración pascual provocan mis interpretaciones sobre lo que siento es hoy la relación del hombre con su dimensión espiritual y de los fenómenos que en medio de la globalización del mercado religioso también provoca preguntas y una que otra propuesta o respuesta.

Diré que una de mis principales molestias es la de sentir, presenciar y notar cómo Dios se convirtió en un producto de mercado, en una moda, en un objeto de reconocimiento social o de validación de ciertas actitudes que hoy son colectivamente bien vistas. Así Dios y sus posibles asociaciones se han convertido en una marca, una marca de música, una marca de imaginarios posmodernos que combinan la tradición de ritualidades antiguas con las nuevas tendencias del consumo; una marca que vende en conciertos, que vende bien en productos de injerencia popular y que al igual que cualquier otro tipo de consumo masivo se asocia a las estrategias del mercadeo. Dios hoy ayuda a encubrir discursos, es un buen pre-texto, Dios es un buen enganche comercial.

Sin embargo, las estructuras jerárquicas de las iglesias mantienen el statuo quo, conservan su línea de poder, se mantiene la condición triangular de relaciones de poderosos guías espirituales y dominados seguidores de la religión. Es decir, el propósito se logra en tono de música pop, ideal para atrapar a jóvenes perdidos.

Inquieta que la Iglesia (católica en este caso que es la que conozco más de cerca) ha dado pasos de gigante en su adaptación a la economía neoliberal y a las condiciones de la globalización. Su discurso, sin embargo, suena a antiguo, no evoluciona y pretende adecuar los mismos preceptos morales y de fe como si aún viviéramos en el Siglo I. El relato no evoluciona: se mantiene el imaginario de la culpa que se genera en la asociación del sufrimiento vivido por Jesús y en la necesidad de asociar cualquier comportamiento inadecuado como un pecado que se debe cargar con el dolor de llevar una cruz que pesa más que el dolor de la propia conciencia.

Por otro lado vivimos una época donde sumar esfuerzos colectivos es igual que pedir que una montaña vaya de un lugar a otro; las brechas entre riqueza y pobrezas materiales es cada vez más extensa; más de 1.200 millones de personas apenas subsisten en el mundo con la equivalencia del valor de un dólar, los recursos naturales no renovables son devastados por el poder del ser humano consumidor; considerar valores como la ética universal, la honestidad como principio de vida o la solidaridad como camino para reunificar a la humanidad es un asunto de locos. Somos islas, y en cada isla cada uno vive a su modo, bajo sus propios principios, bajo sus propios dogmas, desde el acomodo de la ley espiritual con las necesidades que cada uno considera más convenientes. Eso sí, todos se escudan en creer en Dios de manera tajante o de negarlo sin tregua.

Nunca antes la política ha estado tan desligada de los criterios espirituales y aún así Dios nunca tuvo tantos adeptos, pero de igual manera las iglesias nunca vivieron tantas divisiones internas conducidas por los intereses (económicos, generalmente), y aún así el ser humano acude a la violencia como salida a sus conflictos, vive en condiciones de rencor permanente, se polariza, se deja seducir con facilidad ante cualquier mensaje que resulte superficialmente seductor y se escuda para defender su cotidianidad en las consideraciones del destino Divino.

Es pues tiempo de los nuevos rituales, de generar otras miradas sobre la relación ser humano y espiritualidad. Es necesario reconsiderar el papel de Dios en la vida del hombre, pero ante todo, es necesario que el ser humano se reinvente, se reconsidere como género de hermanos y hermanas que para agradar a Dios debería establecer una nueva alianza para la pacificación del mundo. Los principios de la política mundial deberían religarse a las máximas espirituales que promulgaron la mayoría de religiones en sus orígenes primigenios, valores universales que faciliten la convivencia, que le devuelven dignidad al hombre y a la mujer, que establezca coherencias entre lo que se piensa filosóficamente y lo que practica cotidianamente. Requerimos menos rituales dolorosos y más ritos cargados de alegría, amor y esperanza. Necesitamos tanta música como sea posible, pero con acciones contundentes de los seguidores del producto discográfico que se sienten satisfechos por cantar al son de la música de Dios, pero que se resisten a cambiar para cambiar el mundo. Es el tiempo de los nuevos ritos, es el tiempo de los nuevos días santos, es el tiempo de pensar en el Dios que requiere nuestro mundo, y que el mundo se enlace de nuevo con Dios, pero en conciencia, en conciencia real no discursiva.

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