Aplacé el inicio de mi sexto grado de bachillerato dos días
más de lo planeado. Estando de vacaciones en las tierras antiqueñas que vieron
nacer a mi madre, un zancudo dejó su huella en mi párpado. La inflamación no me
permitía abrir el ojo, pero la vergüenza era más grande y demoré lo que más
pude en retornar a los días del nuevo año escolar. En ese año se nos juntó el
deseo de amar por primera vez y por hablar de futuro.
Años antes Margarita, mi madre, la paisa llegada al sur por
puro amor, me había provocado un gusto particular por la lectura. Su voz
pausada, suave, a veces llena de ligeros murmullos, me leía libros enteros
durante semanas. Dedicábamos tardes de sol o de larga lluvia para sentarnos en
el patio trasero de la casa y leer durante horas sin final.
Fue Álvaro Flórez, el profesor del área de Castellano y
Humanidades al que se le ocurrió la idea de organizar los viernes de
biblioteca. En la lista de asistencia, al lado de cada nombre, apareció
asignado el título de una obra de la literatura universal que debía ser leído y
releído para luego redactar un resumen analítico del texto. Ese año la suerte
me arrojó a la mesa de lectura “El túnel” de Ernesto Sábato.
El desinterés inicial no demoró mucho en el cuerpo y se
marchó rapidito de la cabeza. Tratar de descifrar el código del asesinato en
medio de ese ambiente policiaco y artístico dibujado por el maestro argentino
me atrapó en cuestión de unos pocos párrafos. Sentí un viento frío. En medio
del temblor, por primera vez, consciente, creí haber descubierto el deseo de
redactar en algún tiempo un relato como el que en mis manos cobraba vida la
imaginación.
Emocionado decidí regresar en la tarde a la biblioteca. –Para
qué va a ir al colegio de nuevo- me cuestionó mi Margarita. –Para leer, le
dije. En sus ojos verdes surgió un brillo, como cuando la maestra asume que el
pupilo ha cobrado vida propia. También supo que ya no leeríamos juntos y ahí
esos mismos ojos dejaron ver una pequeña lágrima por las futuras ausencias.
No pasaron muchas semanas y el libro ya se había leído entre
la hora asignada y las tardes voluntarias. –Quiero otro libro – reclamé pronto
a la bibliotecaria. “Crónica de una muerte anunciada”. – Te tocó este. Una
versión ya deshojada y con su contraportada rayada de burlescos garabatos. Ocho
años tenía cuando el nombre de Gabriel García Márquez sonó por primera vez para
mi vida. Tres años más adelante volvía la figura del escritor que había
ascendido a la cumbre, con el propósito de no irse nunca más.
A tal punto notó mi madre el gusto por el autor que pronto
encontró un nuevo libro para retornar las jornadas de lectura compartida al
calor de la caspiroleta que me hacía hervir la sangre. Cuando leímos juntos “El
amor en los tiempos del cólera” se provocó sin disculpa la búsqueda por ir tras
las cartas de amor de mis padres, tratando de recuperar la historia de un
romance propio.
Otros maestros alentaron con el tiempo el gusto por la
comunicación. Tuve miedo de tomar el camino del periodismo y preferí elegir el
amor por la escritura como una pasión a la que le dedicaría el mejor tiempo de
la vida, cuando ya no fuera necesario trabajar. Conocí al Gabo periodista en
papeles fotocopiados de sus notas de prensa y ya no hubo escapatoria. Con el
documental de la “Escritura Embrujada” sentí la tentación de descifrar los
códigos de la carpintería a la hora de escribir y con la relectura constante de
“Cien años de soledad” decidí ir de una vez y para siempre tras las historias
de mis propios ancestros, de mis recuerdos, de mis añoranzas y de mi vida en el
escondido sur.
Me propuse visualizar el futuro y una imagen de García
Márquez acompañó el ejercicio de la atracción por el escritor que quería y que
quiero ser. Fue necesario entender su vida y no se podía aplazar el estudio de
la obra, del autor y su carácter determinado por la conquista del sueño que en
épocas de hambre sonaba a imposible.
Su voz me hizo compañía, su historia se convirtió en faro y
sus relatos se constituyeron pronto en una mentoría a la distancia, desde la
ausencia,: en un canto fantasmal que se quedó zumbando con insistencia. Por eso
su muerte resulta significativa para mí, para este hombre del sur, para este
aprendiz de escritor. No se llora su partida, no se lamenta su ausencia. Se
despiertan retos y nuevos sueños, y por tanto el alma se conmueve y se sacude,
porque llegó la hora de lograr que el anhelo se cumpla. Esto es así, entre Gabo y yo.
Gracias Maestro.
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