lunes, 20 de julio de 2020

¿Apostamos?


Por: Mónica Liliana Benavides Benavides

Socióloga. Investigadora. Magíster MEID. Artista del Carnaval de Negros y Blancos de Pasto. Apasionada por el deporte de alto rendimiento y la motivación de Conciencia Saludable

Pasto - Nariño - Colombia

¿Apostamos?

Cuando lo recuerdo entrecierro mis ojos, siento su aroma y suspiro. Hoy he vuelto a verlo y le he dicho ¡no! No regresaré. Te amé, pero no más. Aunque te extraño estoy dispuesta a vencer la tentación. ¡No hay vuelta atrás! Estoy a pocas semanas de terminar mi reto con Nicolás y ando entusiasmada como para recaer en tus brazos.

Cada mañana me despierto con una nueva actitud. Inicio el día con bombones, pero para el alma, de los que me trae Susana Majul en la meditación matutina. Luego una hora de ejercicio, una ducha de agua fría y un energizante baño de sol. Saludo a mi hijo, bajo al taller de carnaval donde obro con mis manos las joyas de mis anhelos, preparo mis alimentos, leo aquellos libros que tenía en espera y retomo la bondad de la escritura con la que nací.

Desde que me independicé, comprar comida con mi hijo Nicolás ha sido una experiencia divertida. Vamos al supermercado y recorremos con el carrito los pasillos más agradables que nos hacen suspirar, aquellos donde están los dulces, las galletas, los quesos y todas esas maravillas comestibles. Mientras Nico elige su lonchera, yo me entretengo en la zona de verduras, me atraen los champiñones frescos y me gusta el aroma de la piña y el jengibre. Se siente bien poder comprar lo que uno quiere cuando se es dueña de las propias decisiones.

Desde niña me han gustado los dulces y pasteles, tanto que, hasta en el día de la madre me regalaron una confitería completa. Cuando abría una chocolatina grande, de esas que tienen muchos cuadritos, yo decía: me voy a comer solo una filita, ¡pero mentía! Igual pasaba con el arequipe y las cajas de chocolates, me encantaba ordenarlos sobre mi cama y hacer un concurso entre ellos. Los ubicaba desde el más rico hasta el menos llamativo; comenzaba devorándome al ganador, el chocolate amargo relleno de crema batida. En un día terminaba con todos los concursantes, hasta con el que menos me gustaba, ese tieso de maní crocante y caramelo que se pegaba en mis dientes. En fin, chocolate o dulce que llegaba a mis manos, grande o chico, me lo comía de un trancazo.

Durante mi camino universitario conocí a Alejandra Nieto, con ella somos colegas profesionales y amigas del dulce. Ella, que es buena consejera, ha tocado las puertas de su autocuidado con algunos de mis consejos y recientemente me recomendó el libro de un doctor calvito que creo haber visto antes en youtube.

En ese libro, “El Milagro Metabólico”, encontré un dato fulminante: el azúcar es ocho veces más adictiva que la cocaína; por eso las personas sienten hambre todo el tiempo y, además, argumenta, que el 80% de los productos del supermercado la contienen.

Ahí como que se me bajó el azúcar y me dio la pálida. Con duda y como quien no quiere la cosa fui a la cocina, abrí el gabinete donde guardo mis alegrías del Super y empecé a leer los ingredientes de todos mis “alimentos saludables”.

Es verdad, todo tenía azúcar, real o artificial. Nada se salvó, ni siquiera los productos light ni mi salsita de soya.  Mi santísima avena, mis espaguetis cabello de ángel integrales, la granola “fifí” estaban cargados de gluten y ni les cuento mi cara cuando revisé la comida de mi hijo. El estómago se me revolvió. ¡Lloré!

Nicolás tiene 17 años, creció tomando colada endulzada con panela y alimentándose, como yo, de plantas industriales. Le gusta comer sabroso: sancochito, frijolada, sopa de patacón, pico de gallo, guacamole, huevos cocinados, mazamorra, consomé con cilantrico picado; es fanático de los espaguetis con salsa boloñesa, de la chuleta, la malteada de tres leches, la pizza de pollo y champiñones, del helado de arequipe, el yogurt de melocotón y los choco-cereales. En su menú caben de igual manera los tatos de queso, como las gomitas, la gelatina con lechera, o los sándwiches de jamón y queso con salsa mostaneza de ajo que, además, le quedan riquísimos.

Nicolás es un buen consejero, un gran dibujante y excelente bajista; mide 1.80 de estatura y tiene un cuerpo privilegiado. Se ríe de mí, porque con mis años en la vida deportiva y comiendo saludable tengo gorditos en el abdomen y él, comiendo galletas, tiene cuadritos de chocolatina.

Riéndonos de esto, el 18 de mayo apostamos que para el cumpleaños de su tía Dayra, el 7 de agosto, yo tendría también esos cuadritos. “El que pierda paga una pizza” fue el precio pactado de la apuesta. 

Y es que, durante muchos años de mi vida, a pesar de mi buena energía, sentía un gran agotamiento físico y un aire de tristeza inexplicable. Comía y de inmediato deseaba mi cama. Sin problema alguno podía triplicar las horas normales de sueño. Me dolía constantemente la cabeza, la zona lumbar y veía medio borroso. El cabello se me caía por montones. La parte blanca de mis ojos era amarilla. Si me preguntaban si padecía de ictericia yo sonreía apenada y respondía que era hereditario.

De las citas médicas salía con una bolsa llena de medicamentos; recuerdo que mi abuela, preocupada, me llevó a una montaña del sur de Nariño para que un sabio curandero me sanara de todos estos males. Después de soplarme con licor y rezarme con tabaco y ramas, me dio una botella con un bebedizo para una limpia del cuerpo. 

Cuando tomaba esa bebida amarga se me arrugaba el rostro por el enorme esfuerzo que debía hacer para tomarla y bajé como dos kilos de peso cuando me deshice de ella. Hasta llegué donde una religiosa que era reconocida por los milagros que hacía. Ella, solo con ver las manos, diagnosticaba sobre el mal que cada quien padecía. Me dio a tomar otra limpia, aún más fuerte y amarga, sumada a la penitencia de rezar cinco rosarios completos de rodillas. Nada de esto me curó. 

Padecí de alergias respiratorias, dormía con la boca abierta y sufrí de rosácea, una irritación en la piel que me ponía toda “cachetiroja”. Invertí mucho dinero en tratamientos dermatológicos: cremas, geles, vitaminas y en dolorosas sesiones con todo tipo de tecnología para curar mi piel. Tampoco, nada de esto funcionó.

Por la cuarentena empecé a hacer ejercicio en casa. Cada mañana, en mi cuarto, saltaba de mi cama sabrosa para ponerme en movimiento. Nico me veía mientras hacía clases aeróbicas y de kick boxing. Él me decía sonriendo: no vas a poder.

Sus palabras desalentadoras fueron dinamita para mí y me llenaron de fuego. En ese camino, para complementar mi proceso, llegó a mi vida el combo ganador, por una parte, el libro del doctor Carlos Jaramillo y por otra, el entrenamiento funcional de 54D, recomendado por mi amigo Javier Rosero, un programa de transformación humana dirigido por los mexicanos Rodrigo de Ovando y Rodrigo Garduño quienes en 54 días permiten que sus seguidores logren cambios físicos, mentales y emocionales, a través de un exigente entrenamiento de alto rendimiento.

Durante la cuarentena, ellos tuvieron que cerrar sus instalaciones, pero abrieron su generosidad para seguir entrenando a su gente a través de clases en vivo por Instagram. Así surgió la GenQ54D: Generación Cuarentena en Movimiento, una comunidad de más de 30 mil personas de todo el mundo que día a día saltamos de la cama o de la silla de trabajo determinados a ser más fuertes que el aislamiento.

Yo sabía que buena parte de los alimentos que ingería no eran saludables, pero me hacía la loca, y bien loca, porque no sabía del daño que me provocaba. Con “El milagro metabólico” desaprendí, fue una revelación saludable. El doctor con su particular estilo de hacerme sonreír con cada explicación, me ha liberado de falsas creencias y mitos alrededor de mi alimentación. Conocí también sobre la manera en que las grandes industrias de alimentos nos seducen a comer para mantenernos presas de ellas. Este libro me estremeció, lo disfruté plenamente. Tiene todo aquello que requería saber para avanzar en mi transformación y alejarme de todas las enfermedades que hoy se hacen comunes entre la gente a causa de los malos hábitos alimenticios que se han normalizado. Me gusta su premisa: “quien no tiene tiempo para comer bien y hacer ejercicio, pronto tendrá que buscar tiempo para cuidar alguna enfermedad”.

Ahora, conscientemente, puedo decir no a los productos procesados, no a mi taza azucarada  de chocolate caliente en las mañanas, a las arepas con queso y margarina, a los chocolates con relleno de fresa, a mi bom bom tropical de banano cubierto con chocolate blanco, a mis pirulitos de colores que cargaba en el bolsillo; puedo decir no a la pizza pepperoni, al helado de chocolate belga y cherrymania, a los pasteles de queso y bonetes de la Alsacia, a las galletas integrales, al cupcake de chocolate cereza con la montaña de glaseado rojo, a la torta milky way, a las almojábanas calientes con jalea, al frito, los chicharrones, a la cerveza y al vino.

¿No los comeré nunca más? no, utilizaré sabiamente mi cartucho, como dice el doctor Jaramillo, para una vez al mes darme gusto con algunos de esos platillos que me pican el ojo.

Además, no es que sean mis alimentos prohibidos, sólo estaban en el lugar equivocado para mi salud y para este reto que me ha puesto más juiciosa que nunca. Recuerdo que hace un año me preparé para el “Reto Fitness”, un evento deportivo de resistencia, fuerza, baile y pedaleo, (luego les contaré sobre esa experiencia); 365 días después mi gran reto es ingeniarme la nueva alimentación para mi hijo. Nico me retó y a partir del desafío encontré nuevas respuestas para reforzar el camino a una vida más sana y en plena conciencia de hacer a un lado las plantas industriales y conectarnos con todo aquello que nos da la tierra.

En mi habitación el tic tac del reloj suena, las horas pasan, los días vuelan, el 7 de agosto se acerca. Adiós chocolate, ahora mando yo; no es mi cuerpo el que pide comida, soy yo la que lo alimenta. He tomado el mando, y aunque no sé si vea los cuadritos en mi abdomen, siento que me he ganado a mí misma, me liberé del que dirán, de la tristeza y flojera que rondan por estos días. Mi mente y cuerpo son más fuertes con cada salto, sentadilla, squat, burpees, jumping jacks, low plank, monster walk y un jurgo de piruetas más con las que mi actitud, mi carácter, mi cuerpo, mi mente y mi espíritu se han fortalecido. Ahora disfruto creando nuevas ensaladas, preparando tortas de lentejas, investigo sobre buenas fuentes de grasa saludable y exploro una cantidad de comida nueva, de información valiosa para mi cuerpo.

Es increíble, todos esos padecimientos de mis años pasados tenían su raíz en mi alimentación. La solución la tenía yo. Era tan sencillo como comenzar a eliminar el azúcar contenido, no sólo en los dulces, sino en la mayoría de alimentos procesados. Eliminar el gluten presente en gran parte de los alimentos que estaban en mi cocina: harina con la que hacía las tortillas; el pan, las galletas, los espaguetis, los pancakes, las salsas, los cereales, las conservas; en los lácteos, enlatados y hasta en la crema hidratante para mi piel. Mis padecimientos se fueron. Esto sí funcionó. Todo era cuestión de aprender a leer el reverso de los empaques.

El agotamiento se fue, tengo energía renovada, ahora duermo solo 8 horas, respiro tranquilamente por la nariz, los dolores de cabeza se fueron, mis ojos miran mejor, se blanquearon; mi cabello brillante está en su lugar y mi piel solo se sonroja por los halagos que ahora recibo por parte de quienes han notado mi evidente transformación tanto física como mental. 

Han pasado dos meses desde que transamos la apuesta. En mi hora del nuevo entrenamiento, Nico viene a verme y mientras estoy en el trote, me dice: ¡qué bien madre!¡qué bien! hace un gesto con su boca, como diciendo “lo está logrando”. Me ha visto comer tantos vegetales que ahora me pregunta cómo se preparan. Hacerme amiga de las legumbres, del apio y las espinacas no ha sido fácil, adaptar el paladar a un nuevo comienzo a veces sabe raro, pero el resultado es genial. Es como cuando inicias el entrenamiento con los “Rorris” de 54D, sabes que va a ser duro, solo con el calentamiento ya quedas cansada, para el segundo set no sabes si continuar, pero cuando terminas, el sudor cae como lágrimas de satisfacción, levantas los brazos y dices “juepúchicas” lo logré, y quedas llena de tanta dopamina que hasta te alcanza para compartir.

Así fue como comprendí que un abdomen de cuadritos, más allá de una silueta corporal, es sinónimo de disciplina, de hábitos serios y mente enfocada. Me veo bien, pero me puedo sentir mejor. Esto se construye cada día con dedicación, apartando a esas vocecitas que te dicen: hoy no lo hagas, quédate en la cama, comete esas galletas. Se pule con buena alimentación, sin dietas asfixiantes, pastillas milagrosas, ni torturas; apuntando no sólo a tener un cuerpo formidable, sino a alcanzar el bienestar integral que todo esto trae para la vida.

Hacer una hora de ejercicio, salir a trotar o a pedalear en bici no es un asunto de moda; ante todo, es un acto de amor, cuidado y respeto con nosotros mismos. Durante este tiempo, he podido entender que para ayudar a los demás primero debo volver a mí y vaya respuesta que me da la vida, en ocasiones me siento como Forrest Gump, voy corriendo y junto a mí, ahora también corre un grupo de personas que se ha inspirado con esta nueva fuerza que ahora soy.

Crecer desde la individualidad es importante, crecer en colectivo nos conduce a la grandeza como humanidad. Este reto que inicié con una inocente apuesta terminó contagiando a quienes me rodean, ahora me muevo con un grupo de mujeres emprendedoras, amas de casa, madres lactantes, mujeres con retos de salud y desafíos familiares. Mujeres que, como muchas otras, le dijimos adiós a las excusas, a la pereza, a la depresión y a la ansiedad. Nos decidimos por nuestra alegría, salud y autocuidado para nuestros nuevos y mejores días.

Siendo así, he ganado.

¡Una pizza de vegetales hecha en casa por favor!