martes, 6 de enero de 2015

CARNAVAL EN PRIMERA PERSONA

Por: Gustavo Montenegro Cardona



Quien entre a la casa de mi padre, después de cruzar el primer pasillo donde queda su consultorio, y justo frente al primer patio, se encontrará con una antigua máquina de coser. Protegido por un vidrio, el mueble sirve de soporte a una fotografía impresa en papel. En ella todos estamos pintados de negro. Enrique Cardona, mi tío, que llegó a visitarnos junto con su esposa de ese tiempo y sus cuatro hijas. A su lado estamos mi hermano, un primo lejano; Claudia, la niña que adoptamos en casa, mi madre que gozaba como nosotros, mi padre en sus mejores años, Jaime, el responsable del desorden y yo. Jugábamos a carnavales y la experiencia quedó conservada como una foto para la memoria familiar, pero dispuesta para todos los ojos.

En la casa materna, en Ipiales, al sur de Colombia, durante carnavales todos despertábamos con ansiedad esperando que sonara el timbre en la puerta principal. Jaime Armando Figueroa, un amigo de toda la vida, tumaqueño, de un metro con noventa llegaba de improviso. Cubría su cabeza con un gigante sombrero de paja y asistía a la casa con tanto cosmético negro entre sus dedos, que bastaba un solo manotazo para que todos quedáramos pintoreteados hasta las orejas en cuestión de pocos segundos.

Usábamos un antifaz de plástico que en no más de tres rocíos de la carioca de ese entonces quedaba desbaratado. La espuma del carnaval venía en unos envases rojos, delgados, y se guardaba con esmero, pues la poca cantidad del contenido debía durar al menos las dos horas del desfile. Se las denominada cariocas, emulando la festividad brasilera y porque así venían etiquetadas. Lanzaba un chorro débil y fugaz, y su color rosado no demoraba mucho en teñir la ropa. Realmente parecía más la copia de un desodorante que un artículo para jugar carnaval.

Cuando estábamos pintados hasta el ombligo, juego que sucedía al interior de la casa, entre los patios dispuestos para la persecución de unos y otros, nos disponíamos para la foto del recuerdo. Mi padre entonces sintonizaba la emisora en una vieja grabadora a la que mi madre hasta le había cosido su propio forro, y el fondo musical nos hacía compañía festiva mientras aguardábamos el desfile de cada día.

Eran los años cuando sólo se jugaba al cinco y al seis de enero. Lo del carnavalito, el carnaval de la expronvicia, y el día de la juventud se fueron sumando con los años por la necesidad de proponer un carnaval incluyente a todas las generaciones y las diversas comunidades del entrañable y complejo Ipiales.

Cuando el desfile salía desde Bavaria teníamos la ventaja de ser espectadores de primera fila. Era un verdadero gusto salir a la calle una vez sentíamos los primeros acordes de la bombarda que marcaba el compás de la patrimonial Banda Municipal que escoltaba a la trajinada máquina de bomberos desde donde la Reina de cada año lanzaba serpentinas, confites y besos que ponía felices a los coquetos caballeros.

Don Aníbal Bastidas, el carpintero del barrio, el suegro de Jaime, y vecino de al lado, nos surtía de aserrín para el año viejo del 31 de diciembre, y durante carnavales era la alegría caminando. Iniciado el desfile cerraba la carpintería y cuando se unía al grupo ya el tufo a aguardiente y a cigarrillo Pielroja sin filtro delataba su nivel de entusiasmo.

Durante el desfile del cinco apreciábamos con extrañeza la llegada de la familia Ipial. La exhibición de objetos prehispánicos durante el desfile, nos hizo creer en algún momento, que las figuras similares que mi padre conservaba en la casa podían tener un valor incalculable por ser piezas de los ancestros que tal vez se hubieran descubierto en alguna guaca de oro en los tiempos de los abuelos. La idea no tardó mucho en desmoronarse. Nos asustábamos con los hombres disfrazados de monos que lanzaban azotes y con los cusillos, aquellos danzarines que se cubrían con los costales de fique y castigaban con una vejiga de cerdo.

El seis todo era distinto. La calle era una sola nube blanca. Se usaba un nuevo antifaz y el ritual era el mismo. Jaime llegaba, nos vaciaba los tarros de talco en las cabezas como si fuéramos pasteles para hornear, nos tomábamos la foto, y la calle nos esperaba con melodías de lo que siempre identificamos como música ecuatoriana. Las pocas carrozas ya eran magníficas, aunque no llevaban el color de las de estos días, y a su paso aún se sentía el olor fresco del papel recién encolado. Terminado el desfile la orden era una sola, jugar, jugar hasta el cansancio, hasta quedar con la cara pegachenta, y la piel tostada, como si se fuera a partir. Lanzábamos talco, untábamos cosmético blanco y dejábamos que otros hicieran una fiesta con nosotros.

Entonces llegaban Andrés, Norman, Oscar Julián, Osman, los hijos de los militares vecinos, el Ñato, y toda una correría de chiquillos. Tras ellos, algunas horas después, llegaban sus padres a levantar la fiesta en la sala de nuestra casa. Mi madre, anfitriona única, servía chocolate con sándwiches de queso para que tuvieran peso en el estómago y así, sin remordimiento, luego les empacaba todo el aguardiente posible.

Llegada la noche nos enfrentábamos a la osada tarea de quitar de encima todo el polvo y el cosmético que se había recibido en la jornada lúdica. Tomaba largas horas de baño con agua caliente, montones de algodón empapados de aceite, jabón azul, jabón de tierra y todo tipo de recetas caseras para eliminar las marcas del carnaval, que a pesar de todos los esfuerzos, se quedaban durante un par de días más recordándonos la diversión de las buenas horas vividas en medio de la fiesta popular.

Treinta años después la fiesta es diferente, la espuma reemplazó al talco, el cosmético es de múltiples colores, ya no se juega en las casas y tampoco hay fiesta en el patio. Las carrozas son monumentales, sus motivos retratan todo lo que somos como cultura, los colores y el brillo en nada se compara con la palidez de aquellos años de mi infancia. Ya no hay quien nos asuste, año tras año los artistas se esmeran por brindar lo mejor de su locura creativa a los millones de espectadores que aún se maravillan por el efímero arte que ahora cubre extensos kilómetros de una senda que ya no cabe en nuestras ciudades.

Cientos de murgas, comparsas, disfraces, carrozas no motorizadas y enormes carruajes de fantásticos motivos se toman, ya no sólo Ipiales, sino buena parte de Nariño, algunos municipios de Cauca y Putumayo y hasta zonas del Ecuador. Ya no viene mi tío, pero miles de turistas regresan hechizados por el delirio colectivo que despierta este carnaval que no dibuja fronteras.

La madre ya no sirve chocolate a los invitados. Miles de casetas se tomaron las aceras de los parques para hacer de la comida un negocio de temporada que deja réditos a algunos pocos, así como a los dueños de las cervezas y los pasabocas de fécula de maíz. Abunda la publicidad y las orquestas. Mucho mercado, poco barrio. Mucho “perfumado”, pocos Castañedas en el cuatro. El baile en los parques sigue pareciendo un riesgo. Sin embargo, qué no hubiera dado mi madre por tener las redes sociales y la tecnología de hoy para compartir con los suyos la fiesta del sur que día a día tiene más canales para su difusión.

Nunca me hubiera imaginado que quince años después estaría viviendo y enamorándome de uno de los carnavales más sorprendentes del país y que estuviera buscando, una y otra manera para narrar los relatos y las historias que nos permitan defender este patrimonio que, como la foto de mi casa, se cuida porque ahora le pertenece a todos.

lunes, 5 de enero de 2015

“CHURILLO” EL JUGADOR

Por Gustavo Montenegro Cardona

*Crónica realizada en el contexto del taller sobre Distintas maneras de narrar el Carnaval de Negros y Blancos de Pasto, orientado por el maestro Alberto Salcedo Ramos, organizado por la Dirección de Comunicaciones del Ministerio de Cultura.





-“Churillo” te buscan- grita Alfredo, un menudo mecánico para quien ya terminó su jornada en el taller “Las Américas”. Mientras alínea las llantas traseras de un viejo Renault 12, Guillermo Martín Cisneros, alias “Churillo”, canta bajito el villancico de la “Nanita Nana”. De un brinco sale de esa especie de gruta secreta de los mecánicos donde Guillermo ha pasado resguardado ya cerca de 33 años. Cuando canta, su voz es delgadita, como su cuerpo, pero cuando habla le sale una voz ronca, áspera.

Si hoy fuera 5 de enero, Guillermo también se estaría limpiando las gruesas manos que se le transformaron con el trabajo, pero no de la grasa de los automotores que balancea, alinea y sincroniza, sino de las alarmantes cantidades de cosmético negro que gusta usar durante su día preferido de los Carnavales de Negros y Blancos en Pasto, la capital del departamento de Nariño, en el sur de Colombia. Desde sus ocho años, recuerda, no ha perdonado salir un día de negros para jugar en la calle.

-Me pusieron “Churillo” porque de pequeño tenía el cabello crespo, crespo, crespo, y bien largo-.

Desde entonces así quedó bautizado, y al parecer no hay alma en el Barrio Santa Bárbara de Pasto, su lugar de residencia, que no sepa de la existencia de este empedernido jugador de carnaval.

Si hoy fuera 5 de enero, Guillermo estaría contando los minutos para organizar la pandilla de jugadores. Llegaría a las ocho de la mañana al taller, le subiría el volumen al equipo de sonido con las canciones navideñas que tanto le emocionan y terminadas las labores, a eso de las diez, en el morral que lo acompaña desde los últimos cinco años, estuviera guardando los primeros cincuenta tarritos de cosmético negro, unas cinco espumas de carnaval, un poncho, dos gorras, unas gafas y mínimo cinco tarros de talco, -es como la munición para el soldado. No se puede salir a jugar si no se tiene todo el armamento – afirma el “Churillo” con su gruesa, pero tímida voz.

Si hoy fuera 5 de enero, doña Carmen Guzmán, la mamá de Guillermo, el “Churillo”, estaría preparándose para recibir a toda la familia que ha convenido que el mejor lugar para encontrarse es su casa, la misma donde vive el “Churillo” desde que se separó y donde convive con su madre desde hace cerca de diez años. –Ella ya sabe que el 5 es mi día, y la verdad que se enoja un poco porque le llego con la ropa hecha un trapo de todo el cosmético que se chupa ese día, y como ella es la que lava se me pone brava, pero eso se le pasa – afirma sin vergüenza el cincuentón jugador.

Guillermo Martín Cisneros es uno entre el millón de personas que hacen parte de los eventos del carnaval de negros y blancos. Junto a él, más de 380.000 personas bailan después de jugar en los conciertos organizados para la rumba carnavalera. El “Churillo” junto a cientos de personas, es un defensor del juego, el de la pintica, ese de ir hacia el otro, untar un poco de cosmético en el dedo índice y casi que con ternura deslizar el maquillaje de color negro sobre su mejilla al tiempo que se dice –una pintica, por favor-. Como parte del juego, el que ha recibido su pinta de color, agradece, sonríe y devuelve la caricia juguetona.

-Esa cosa de ir a atentar contra la otra persona y casi que manosearla, y pintarla sin consideración, no es lo mismo que como se jugaba antes – dice Alberto Jurado, un hombre delgado, malgeniado, que desde su metro con setenta mira más hacia el horizonte que a sus contertulios y a sus 56 años ha visto de todo en el carnaval de negros y blancos. – Lo que llamamos la “operación pupo” – continúa afirmando Alberto - o sea, eso de coger y pintarle al amigo hasta el ombligo, se hace con los de confianza, entre la cuadrilla que ya sabe a qué juega, pero con el extraño, el turista o un desconocido, pues no está bien visto, la persona hasta de pronto se ofende y luego habla mal del carnaval, y eso no está bien – concluye Alberto mientras termina de fumar el último pucho de su cigarrillo, el número veinte del día.

Justamente el documento que en 2009 se expidió declarando como patrimonio cultural inmaterial de la humanidad al carnaval de negros y blancos de Pasto, contempla como una de las amenazas de la manifestación, el aumento de las agresiones y el juego irrespetuoso y enfatiza que - este fenómeno de inseguridad es un indicador de la pérdida del significado de la fiesta como patrimonio, donde el disfrute colectivo de todas y todos contribuyen a la celebración y control de la misma-.

Como bien lo recuerda el periodista Manuel Eraso, durante casi un siglo sólo se habló de juego de negros y blancos, resaltando que si hay una particularidad que hace de los carnavales del sur una fiesta diferente y auténtica, es, justamente, la del juego que se inauguró cuando los esclavos negros pintaban con carbón a sus amos blancos, en aquel día de vaco al que tenían derecho cada cinco de enero.

Este “Churillo” es el jugador de antaño que celebraba el carnaval con su familia, con los amigos de la cuadra, con los grupos de barrio que desde temprano se alistaban para lanzarse a la calle a nada más que a jugar, donde el juego era corretearse para pintarse unos a otros, y de pintica en pintica terminar untado de cosmético hasta los pies. Esos años que recuerda Martín, son los de salir a bailar con las músicas que explosivas sonaban desde el interior de las casas, donde todos se reían por el aspecto que cada jugador iba tomando a medida que el día avanzaba y donde burlarse de sí mismos y brindar amigables tragos de aguardiente era la alegría del cinco.


Si hoy fuera cinco de enero, Guillermo Martín Cisneros, alias el  “Churillo”, estuviera listo para salir a jugar a su manera, con su estilo, pues se confiesa jugador de la caricia en el rostro, del cosmético negro y solo negro. Si hoy fuera cinco de enero, recordaría con alegría aquellos carnavales que deben rescatar la esencia de su nacimiento porque él sabe que este patrimonio sí es un juego. 

sábado, 3 de enero de 2015

EL CARNAVAL CRUZÓ LA FRONTERA

Por Gustavo Montenegro Cardona





La naturaleza lo formó por la fuerza del río contra la peña y Huana Cápac, legendario inca, fue quien lo estructuró para el tránsito de sus gentes. Su nombre traduce puente de piedra. Sobre sus cimientos modernos transitan en un mes cerca de 32.979 personas entre colombianos y extranjeros que dinamizan la frontera colombo-ecuatoriana ubicada en Ipiales, al sur de Nariño, en el Puente Internacional de Rumichaca.

Es 3 de enero, segundo día oficial de carnavales en Ipiales. Cerca de cuatro mil personas hacen parte de una fila de vehículos públicos y privados que ocupan tres kilómetros de distancia hasta poder llegar a la aduana nacional. Más de cinco mil vehículos, según la secretaría de tránsito de Ipiales, se movilizan cada día de carnavales. De todos los rincones del departamento de Nariño y del resto de Colombia llegan viajeros buscando el sol del pacífico ecuatoriano, las ventajas comerciales del Quito contemporáneo o un destino más hacia el sur.

Motociclistas que atraviesan el continente de punta a punta esperan con paciencia mientras enfrentan al frío de esta mañana de cielo gris, nublado. Carlos Almeida se va porque no le gusta la manera en que ahora se juega – se ha perdido el respeto, hay mucha agresividad y las calles no son seguras-. Jorge Alberto Pinchao prefiere la playa para descansar y recargar energías – los carnavales ya no son lo mismo, hay mucho desorden y borrachos, no he sido muy amigo de las fiestas de estos días realmente -.

Bajo el puente, desde el lado ecuatoriano el río se llama Carchi, al bajar hacia el lado colombiano adquiere el nombre de Guáitara, las aguas son las mismas que ven a los afanados turistas cruzar la frontera. Desde el puente hasta el lugar de concentración del desfile del Carnaval Multicolor de la Exprovincia de Obando, en vehículo se llega en cuestión de diez minutos. Allí, tras la reina del carnaval, y la banda musical de Ipiales, más de cien ecuatorianos están ubicados para alegrar el tres de enero, celebración que en este municipio adquiere sello propio, marcando diferencia con las demás manifestaciones carnavalescas que día a día se toman los municipios andinos de Nariño.

Ipiales es denominada capital de aquella provincia que en antaño reunía a cerca de doce municipalidades que compartían similares aspectos culturales, políticos, económicos y sociales. Los unía la tradición fundacional del pueblo de los pastos, comunidad indígena que es reconocida como el ancestro originario del mundo andino del sur. Aquí, hacia los años cincuenta se contó con los dos primeros grupos organizados que se disfrazaron y dispusieron para jugar los “carnavales sangrientos” pues la puesta en escena simulaba cirugías en las que se exhibían intestinos y se arrojaba sangre y tripamentas a los espectadores. Desde 1972 se contó con las primeras carrozas motorizadas. En la década del 90, buscando su identidad propia, tratando de distinguirse de los carnavales de Pasto, la organización de Ipiales convocó a los municipios integrantes de la denominada asociación de municipios de Obando para realizar de ahí en adelante, cada tres de enero, el Carnaval Multicolor de la Frontera.

Caen las primeras gotas de la lluvia de espuma carnavalera. Cientos de espectadores se ubican en la senda de este carnaval. Apenas unos pocos llevan cosmético de variados colores en sus manos, sus ojos buscan las víctimas para su maquillaje. La banda sonora está marcada por el compás de los San Juanes, ritmo fiestero ecuatoriano. Los danzantes abren camino, la reina lleva al Santuario de las Lajas como tocado y a sus lados tres penachos forman la bandera ipialeña blanca, roja y verde.

Jairo Pineda acompaña a la delegación del cantón Tulcán. Tras sus lentes oscuros se asoma la alegría del hermano que visita su hogar. Junto a zanqueros, danzantes, y actores suman más de cien personas que trajeron alegría y expresiones de la cultura pasto a este día de carnaval. – Todos somos hermanos, hermanados, divididos por una frontera, pero la hermandad, la alegría nos une – dice con emoción Jairo sin dejar de sonreír.

Bryan Vela llega danzando. Su emoción es particular. Salta, salta y baila. Representa una danza propia del pueblo de Otavalo con la simbología de las fiestas de los pendoneros, propia de la provincia de Imbabura, norte ecuatoriano. –Estamos unidos en toda serie de eventos culturales, deportivos, siempre hermanos – afirma con respiración agitada el alegre Bryan. Se va y nos queda el sonido de la Banda Municipal de Tulcán que interpreta una especie de marcha militar con melodías que invitan a bailar y jugar. El público aplaude.

Luz Marina Rodríguez saca a bailar a uno de los músicos que ya suma en su cuerpo agotado hora y media de camino. Vuelve a su asiento, el mismo que ocupó desde las nueve de la mañana. Sus mejillas tienen un corazón pintado. Cada que un número pasa, entonces Luz Marina grita - muchas gracias Ecuador, esos son nuestros carnavales-. Su alegría contagia a niñas, niños, adultos, y jóvenes que la rodean. Absolutamente emocionada, exponiendo sus grandes dientes confirma que – es muy bonito el carnaval de Colombia, donde nos integramos dos fronteras, por eso se llama carnaval multicolor, donde dos hermanos se unen, porque somos un solo pueblo, una sola cultura -. Aplaude con emoción infantil y concluye – El carnaval nos une, y nos da felicidad, es nuestra cultura, nuestros ancestros y debemos cultivarlos -.

Ya no importa si la delegación es colombiana o ecuatoriana. En el carnaval todos se mezclan y conforman un solo cuerpo festivo. Cruzaron el puente desde Tulcán, Mira, Bolívar, y Montufar para llegar a Ipiales y danzar junto a sus amigos, hermanos, de Funes, Gualmatán, Puerres, Cumbal, Pupiales, José María Hernández, El Contadero y Guachucal.

Tras dos horas y media de desfile los rostros expresan ya el dolor que significa bailar sobre el pavimento húmedo. Se amarran las alpargatas forradas de esparadrapos y el agua no falta para calmar la sed de músicos, bailarines, zanqueros y marchantes. Claro, se entremezcla el tufo del aguardiente y el juego no para a lado y lado del camino.

Los rosquetes, las fiestas del sol, las festividades de las vacas, las danzas por la unidad, el homenaje a los mitos y leyendas de las montañas y páramos. Remembranzas de la cultura de los pastos. Pasean hombres disfrazados de enormes monos, y niñas, niños, jóvenes y adultos danzan a cada compás de las diversas escuelas de formación musical.

Lo afro, lo indígena, lo campesino, el norte y el sur. Colombia y Ecuador. Todos los colores, todos los ritmos del sur, todo el juego, todo el baile posible cabe en este transitar cultural que desde Ipiales grita que además del carnaval de negros y blancos de Pasto, hay otras maneras de jugar, de narrar, de disfrutar la fiesta que desde lo cultural cruzó la frontera por más que el puente sea de piedra.

viernes, 2 de enero de 2015

SOMOS EL PATRIMONIO

Por Gustavo Montenegro Cardona.

Relato desde LA OTRA SENDA - Ipiales, Nariño.



La primera semana de enero en San Juan de Pasto está marcada por seis días de celebración festiva. El tradicional día de asueto de los esclavos negros por los años de la colonia terminó convirtiéndose en una conmemoración por la libertad humana. Luego, un desprevenido juego de talco perfumado desencadenó una serie de celebraciones que terminaron por engalanarse en 1920 con las primeras carrozas elaboradas por las hábiles manos de los artesanos pastusos.

La mezcla de las tradiciones indígenas y campesinas que en los mismos días se manifestaban como plegarias para el cuidado de los sembrados, sumadas a la teatralidad, la personificación, y los mitos españoles, y el grito por la libertad de la herencia africana terminó por cristalizarse en los carnavales de negros y blancos que en 2009 fueron declarados, por la UNESCO, como patrimonio cultural inmaterial de la humanidad.

Si el patrimonio se define como la adquisición de un objeto de valor por parte de una persona o una familia para generar con el tiempo una apreciación económica, el patrimonio cultural también se sustenta en los valores, en el sentido que una herencia tiene para la memoria del pasado, tanto como para las generaciones del futuro. Es decir, el carnaval de negros y blancos tiene valor para quienes lo provocaron, para quienes lo viven en el presente y para aquellos que jugarán y lo disfrutarán en los años porvenir.

Casi cien años después el carnaval original, por lógicas razones de la dinámica cultural, ya no es el mismo. La ciudad que le dio nacimiento, ya no es la misma. Las calles por donde transitaron las primeras carrozas se han transformado igual que lo han hecho sus habitantes, sus cuadras, sus barrios, sus veredas y linderos. Tantos movimientos en las entrañas de la que fue considerada como la “fiesta popular más importante del país” empezó a manifestar riesgos, riesgos que a su vez afectan el valor. Si el valor se afecta, el patrimonio se arriesga, y por tanto se debe entrar a defender.

Se sumaron tanto riesgos de la manifestación que la UNESCO aprobó que el carnaval se defendiera para su conservación, así también lo había hecho el Estado colombiano, y los gobiernos locales y regionales. 

Si primero se jugaba sólo por el día de la raza negra, más adelante se sumó el homenaje al día de blancos, hoy se suma un día para los jóvenes y las colonias. Hay una jornada para integrar a la cultura andina e indígena del territorio, y las zonas rurales se alcanzaron a reconocer en los desfiles de la familia Castañeda. Hoy, hasta se celebra con cuy y trucha.

Del talco perfumado se pasó por la cal, y la harina disfrazada. Los rostros se han pintado con betún hasta con elaborados cosméticos que han transitado desde el negro puro hasta una enriquecida gama de colores que destiñeron la esencia original del denominado juego de la pintica. Ya no hay serpentinas, y las reinas tampoco son las mismas.

En la televisión hablan de ferias de blancos, confunden la ubicación geográfica de Pasto, y la espuma de carnaval invadió un mercado propicio para todo tipo de celebración popular en el país. Particulares, privados y hasta el mismo estado han visto todo tipo de negocios posibles.

Toda la transformación visible e invisible obliga a generar cambios, adecuaciones, nuevas historias y cuidados especiales. Cuidar el patrimonio es la tarea. Lo que venga en adelante dependerá entonces, no sólo de los organismos responsables de su promoción, administración y direccionamiento. El patrimonio que significa estos diversos, complejos y particulares carnavales del sur, es un asunto de todos, de todas.

Juego, artistas, artesanos, músicos, teatreros, murgueros, jugadores, públicos, privados, turistas, invitados, ajenos, propios, los de aquí, los de allá; Ministerio, Gobernación, Alcaldías, concejales, concejalas, amigas, amigos, enemigos, extraños y lejanos, y los que escribimos notas sobre el carnaval, toditos, todos, tenemos que ver con el Carnaval de Negros y Blancos, con su protección como patrimonio de la humanidad.